Corintios 10, 14-22; Sal 115, 12-13. 17-18 ; san Lucas 6, 43-49

“El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” La Eucaristía es ahora motivo para san Pablo para hablarnos de nuestro compromiso con Dios. Incluso se dirige a nosotros “como a gente sensata”. Vivir como hijos de Dios es incompatible con poner el corazón en las cosas del mundo. Dios lo pide todo. Pero no se trata de luchar contra una especie de esquizofrenia, o una doble personalidad, sino de entender lo que significa que Dios entra en mi vida, en cada uno de sus aspectos y circunstancias.

Dios no busca hacernos las cosas difíciles. Más bien, al contrario. La Encarnación del Hijo de Dios es la manera de darnos a entender que Él, asumiendo todas nuestras limitaciones (excepto el pecado), ha querido redimir todas esas situaciones nuestras para que queden, definitivamente, elevadas al orden sobrenatural. Dios no quiere que renunciemos a lo que tenemos y somos, sino que las “hagamos” divinas. Por eso, la oración, los sacramentos, la vida de piedad, el desprendimiento, el servicio a los demás, etc., tienen tanta importancia en nuestra vida para corresponder a la multitud de gracias que recibimos de Dios, y así unirnos a Él.

La Eucaristía es el “motor” y el centro de gravedad de toda esa acción de Dios en nuestras almas. Es el culmen de la vida cristiana. Toda nuestra existencia debería girar alrededor de ese sacramento. San Pablo, en nombre de la Eucaristía, nos dice que no tiene sentido la “idolatría”, ya que “formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”. Es en la Eucaristía donde nos unimos realmente a Cristo, y donde nuestra vida adquiere el sello de lo divino. Cualquier acción nuestra, si estamos en gracia de Dios, repercute positivamente en ese “cuerpo” que es la Iglesia, y redunda en la salvación de los hombres.

“Te ofreceré, Señor, un sacrificio de alabanza”. El sacrificio perfecto que supone el realizado por Cristo en cada Misa, es también nuestro propio sacrificio. Nos unimos a ese sacrificio, en cuerpo y alma, porque sólo Dios puede llevarlo a cabo hasta el final. Nos fiamos de sus palabras y de su acción. No significa que tengamos que tomar una actitud pasiva ante lo que celebramos, sino que el misterio de la Eucaristía ha de traspasar de tal modo nuestra existencia, que ya todo lo que hagamos, pensemos o digamos, ha de tomar un cariz distinto. Todo tiene ahora el “sabor” de las cosas de Dios. Incluso lo que nos molesta, nos hace padecer, o nos contraría, queda unido a la Pasión de Cristo que culmina en la Cruz, y que fue anticipada en la Última Cena, cuando Jesús instituyó la Eucaristía.

“¿Por qué me llamáis ‘Señor, Señor’, y no hacéis lo que digo?”. Aquí nos da Jesús la clave de tantas contradicciones en las que caemos. No podemos vivir una doble vida. Hablamos de “nuestras” devociones, “nuestros” sacrificios, “nuestras” Misas… y “nuestros” crucifijos colgados en el pecho, o en cualquier habitación de nuestra casa. En cambio, lo que Jesús nos pide va más allá de lo “nuestro”. Se trata de confiar plenamente en Él, aunque en ocasiones no entendamos por qué. ¿No dijo Jesús en el Huerto de los Olivos: ‘No se haga mi voluntad, sino la Tuya’? ¿Nos da miedo dejar que Dios actúe en nuestra vida?… Piensa que, en cada Eucaristía, te unes a Dios más allá de los limites de tu propia carne y, por tanto, de tus pecados. Por eso, es tan importante amar apasionadamente el sacramento de la Confesión… ese lugar privilegiado del encuentro con la misericordia divina donde, alcanzado el perdón de Dios, puedes unirte más eficazmente al sacramento de la Eucaristía

La Virgen supo unirse a la voluntad de Dios, como ninguna criatura jamás lo hizo o lo hará. Ella permanecía en oración, junto con toda la Iglesia, el día de Pentecostés. Y lo que los apóstoles empezaron a comprender a partir de ese momento, la Madre de Dios lo había llevado en su corazón y en su vida cada día, cada hora…. y cada segundo de su existencia, porque es la llena de gracia. Su seno fue el primer Sagrario del mundo, donde Dios quiso comenzar la redención de la humanidad.