libro de los Reyes 5, 14-17; Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4 ; Timoteo 2, 8-13; san Lucas 17, 11-19

“El Señor revela a las naciones su salvación”. Puede resultar un tópico la expresión: “vivimos tiempos difíciles”. También es algo muy común el observar la actitud de multitudes que viven de espalda a Dios, y que cuentan como criterio universal el interés personal y el egoísmo. ¿Queda entonces caduca la antífona del salmo de hoy?

Dios no sólo habló a los profetas en el Antiguo Testamento. Que el Señor desee que todos los hombres se salven no es algo que esté circunscrito a una época determinada. Con Cristo se nos recuerda que la promesa de Dios alcanza a toda la humanidad.. y hasta el fin de los tiempos. Me escribía este verano un sacerdote lo siguiente: “Nuestro empeño está en las penúltimas batallas, la última la ganó Cristo venciendo al pecado y a la muerte”.

“Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad”. El mundo puede silenciar todo lo posible acerca de cuál es el destino definitivo del hombre (Providencia, lo llamamos los cristianos), pero ese mismo silencio resulta una verdadera denuncia que hace tambalear los signos de los tiempos. No quiero tomar la postura de un profeta “del tres al cuarto”, pero soy testigo de que también hay muchos que “gritan”, desde un silencio aparente, con la misma voz que san Pablo en la carta de hoy: “Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna”.

Las penúltimas batallas las ganamos los cristianos muriendo con Cristo (desechando ese capricho que nos domina, apartando esa vanidad que nos gana, rechazando esa crítica que parece nos justifica…) para vivir con Él, y perseverando en nuestra vocación (esos minutos de oración que nos cuestan, ese acto de caridad que hemos de ejercer, ese sacrificio que ponemos en práctica…) para reinar con Él. Nos importa un “bledo” lo que otros nos puedan ofrecer a cambio de renegar del nombre de Jesús (éxitos humanos, reconocimientos públicos, fama ante los demás…), porque sabemos que al negarle o mostrarnos infieles a su amor, habremos traicionado su perdón y su misericordia. El Hijo de Dios dio su vida, precisamente, para “dar la cara” por ti y por mí, definitivamente y para siempre. Y esto sólo se explica desde el amor y la gratuidad.

“Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Morir al amor propio es quizás una tarea ingente. Y lo es, cuando el empeño es meramente humano. Ponernos de rodillas ante el Señor, y pedirle entre sollozos que nos “limpie”, es algo más que una actitud humillante, es lo que verdaderamente nos salva. La Cruz no es un invento decorativo, ni un signo ideológico. Es el arma que llevamos cosido en el alma, y que nos garantiza que nuestras obras sólo tienen sentido cuando cruzan el umbral del Gólgota. Nuestras penúltimas batallas alcanzan la última que ganó Cristo, y lo que nos produce temor o vergüenza se transforma en esperanza: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.

La Virgen María estuvo al pie de la Cruz. Fue testigo de cómo mataron a su hijo. Pero su actitud no fue hierática, ni impasible. Su alma, que fue atravesada por el amor de Dios cuando dijo “sí, cúmplase”, estuvo firmemente unida a esa última batalla de Cristo… Y a nosotros, en este tiempo que nos toca vivir, nos acompaña su maternal protección. ¡Sí!, es posible la pureza de corazón cuando una madre nos ama como ella lo hace.