Efesios 1, 1-10 ; Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6 ; san Lucas 11, 47-54

“Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor”. Muchas veces me encuentro con personas que me dicen que eso de la santidad es para gente especial, y que ellos son, más bien, normales. Lo primero que habría que decir es que, si para ser santo hay que ser especial, yo soy el primero en “borrarme” de la Iglesia. El primer peligro, realmente grave, es convertir el cristianismo en una secta que no tenga otra finalidad sino la de “fabricar” gente rara. Gracias a Dios, la realidad es bien distinta. Sólo es necesario que tú y yo nos pongamos delante de un espejo, y descubrir que lo que Dios espera de nosotros no es un ejercicio de levitación matutina, sino que al despertarnos, por lo menos, hagamos un buen ofrecimiento del día al Señor…¡y adelante!

Me decía un amigo sacerdote que Dios no hace milagros, sino que nos da su gracia. Eso no significa que Dios, en su infinita sabiduría, elija algún instrumento humano para “fastidiar” a algunos (esos que van por ahí presumiendo de “sólo” intelectualidad, y de “sólo” espíritu racional humano), y realice algún hecho extraordinario… pero no es lo normal. Si uno lee cualquier vida de esos santos que están canonizados (los que decimos “de altar”), descubrirá que tuvieron las mismas luchas y las mismas debilidades que las tuyas o las mías. ¿Dónde está, entonces, la diferencia específica? En que los santos se fiaron verdaderamente de Dios. La virtud teologal de la fe no es un adorno, ni un carné que se lleve en el bolsillo. Se trata de algo bien distinto, es la plena confianza que llevamos en el corazón y en el alma, por la que sabemos que todo lo nuestro (la vida, los deseos, las aspiraciones, la felicidad…), absolutamente todo, depende de Dios.

“Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas”. Te sugeriría que hicieses una prueba: que al levantarte mañana, y habiendo puesto ese día en manos de Dios, buscaras tres momentos durante la jornada para recordarte ese abandono que hiciste al Señor al levantarte. Esos momentos pueden durar un minuto o unos segundos; por ejemplo, al llegar las doce del mediodía (hora en que tradicionalmente en la Iglesia se reza el Angelus, recordando el “sí” de la Virgen), otro podría ser por la tarde para renovar tu confianza en Dios y, por último, al llegar la noche. Éste último, no estaría mal que te formularas tres preguntas: ¿cómo ha sido mi relación con Dios hoy? ¿cómo ha sido mi relación con los demás en este día? y finalmente ¿dónde he tenido puesto el corazón durante la jornada (qué ha sido para mí lo más importante, o qué me ha preocupado más)?. Si respondes con auténtica sinceridad, descubrirás que Dios te lleva mucho más de la mano de lo que imaginas… y verdaderamente hace maravillas en tu vida.

“Sí, os lo repito: se le pedirá cuenta a esta generación”. Estas palabras duras de Jesús, nos recuerdan que la santidad es algo más que una imagen de cartón-piedra. Por eso es tan importante hacer examen de nuestra vida. Renovar constantemente nuestra entrega a Dios es signo de que lo único que nos importa es cumplir su voluntad, y abandonarnos en su manos. Piensa en la multitud de santos que sin ser “de altar” están dando gloria a Dios ya en el Cielo (madres y padres de familia, trabajadores humildes y empresarios generosos, viudas, pobres y ricos buscan hacer el bien a los demás, jóvenes y ancianos…). Todos ellos, aunque no figuren en ningún calendario litúrgico, supieron creer en la palabra de Cristo… y aunque a veces (o muchas veces) “metieron la pata”, confiaron en la infinita misericordia de Dios.

También en María Dios hizo maravillas, y la llenó de múltiples dones. Pero nunca te olvides que cosas raras no hizo ninguna. Más bien, pasó ante los demás de una manera tan desapercibida, que pocos se fijaron en ella. ¡Qué importan los demás, cuando lo único que interesa es que se fijen en nosotros los ojos de Dios!