Eclesiástico 15, 1-6; Sal 88, 2-3. 6-7. 8-9. 16-17. 18-19 ; an Mateo 11, 25-30

La normalidad de los santos, tal y como comentábamos ayer, es algo que garantiza la acción de Dios en sus almas. Un ejemplo palpable de ello es la fiesta que celebramos hoy: Santa Teresa de Jesús. Esta carmelita española vivió en una época que dio como fruto grandes santos. Esto no fue óbice para que sufrieran grandes contradicciones y persecuciones. Teresa de Ávila, mujer recia y clarividente, padeció en su propia carne la llamada “incomprensión de los buenos”, es decir, la de aquellos que, creyendo estar en posesión de la verdad, actúan de una manera demasiado mundana…. ¡y en nombre de Dios! Suelen ser sus criterios el oportunismo, la vanidad, la opinión de los demás, la gloria humana…

Santa Teresa fue juzgada por un tribunal de la inquisición, siendo acusada de multitud de cargos a causa de la envidia de aquellos que no querían ver cómo Dios era capaz de actuar en una “simple monja”. El gran lema de Teresa fue: “Sólo Dios basta”. En esta frase queda compendiada toda su vida, toda la renovación carmelitana que influyó, posteriormente, durante cerca de cinco siglos, hasta nuestros días. Su gran “obsesión” fue la de contemplar la humanidad de Cristo, haciéndola vida de su vida. Se nos cuenta que tuvo experiencias místicas, visiones, etc., pero nunca fue eso lo que buscaba. Más bien, se encontraba a disgusto cuando presentía alguna acción extraordinaria de Dios en ella, porque su pretensión era llevar con normalidad lo que el Señor le iba pidiendo en cada momento.

“El que teme al Señor obrará así, observando la ley, alcanzará la sabiduría”. Nos dice Teresa de Jesús que tardó cerca de cuarenta años en alcanzar la perfección en la oración. Así, cuando alguno se queje de que no sabe rezar, que acuda al ejemplo de la Santa para perseverar en el trato con Dios. Y esto no es para desanimarse (estoy convencido de que esos cuarenta años de espera, fueron años de muchos frutos gracias a su entrega en la contemplación diaria de Jesucristo), sino que nos muestra a cada uno que esta vida, la del momento presente, no es un “camino de rosas”, sino un continuo entregarse al querer de Dios… y eso, a pesar de lo que otros digan.

“Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. No existen cursos por correspondencia del tipo: “Aprenda a ser santo en diez días”. Santa Teresa aseguraba que un vida era muy poco para servir a Dios. Que el amor que Él nos había manifestado a través de su Hijo, era infinitamente superior a lo que pudiera suponer muchas vidas gastadas en corresponder a ese amor. Fue precisamente esa humildad, y ese desprendimiento personal, la que le ganó a ser la amada de Dios.

“Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. Contemplar la humanidad de Cristo es un privilegio que no podemos dejar de lado. Lee la vida de Jesús en los Evangelios, contempla su Pasión y su Muerte… verás que también tu vida es muy pobre (¡qué pocos años son una vida!) para llegar siquiera a percibir un “átomo” de la ternura de Dios en el alma.

Cuenta también Teresa de Jesús que, ya desde pequeña, una de sus mayores ansias era alcanzar el Cielo lo antes posible. Se repetía constantemente: “¡Para siempre, para siempre…!” Tuvo que esperar, sin embargo, muchos años hasta alcanzar el premio definitivo, porque Dios da mucho trabajo a aquellos que le corresponden con fidelidad y lealtad. ¿Cómo murió Santa Teresa? Sus últimas palabras fueron: “Muero siendo hija de la Iglesia”. Hermoso mensaje para todos nosotros que queremos servir también a Dios en la Iglesia… Aunque otros la desprecien o la nieguen, el rostro de Cristo la acompañará siempre, hasta el fin de los tiempos, en aquellos que dan su vida por ella día tras día.