san Pablo a los Efesios 4, 7-16; Sal 121, 1-2. 3-4a. 4b-5; an Lucas 13, 1-9

“A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo”. La acción del Espíritu Santo en nosotros, siendo invisible a los ojos, es la única garantía de nuestra perseverancia. Cuando san Pablo repite, por activa y por pasiva, lo que significa la gracia de Dios, nos está recordando que ese actuar divino es constante, nunca desfallece, y que está enraizado en los méritos de Cristo.

Trasladar todo esto a nuestra vida ordinaria supone, para muchos, un verdadero equilibrio de fuerzas y de “entendederas”. Nos cuesta mucho medir las ganas para hacer cosas que vemos no tienen un resultado inmediato. También nos resulta un problema entender por qué determinados acontecimientos suceden sin que sepamos su finalidad. Así, por ejemplo, a un adolescente que tiene que estudiar cosas sin ver un resultado “instantáneo”, le parece absurdo dedicar horas a unas asignaturas que no le dicen nada. Otros, se escandalizan ante la perspectiva de millones de seres humanos, “abandonados de Dios”, y que sufren torturas, mueren hambrientos… o se les impide nacer.

Hemos olvidado que nuestra propia condición humana está sujeta a algo tan “elemental” como es el espacio y el tiempo. Nos movemos en determinados lugares, podemos viajar a otros, incluso sufrir el vértigo de la velocidad, o agradecer las pocas horas en las que podemos pasar de un continente a otro; pero la limitación de nuestro espacio (siempre “ocupamos” un lugar), hace necesario el uso de instrumentos (un coche, un avión, un barco…) que puedan salvar algunos obstáculos (el mar, el aire, la tierra…). Por otro lado, hoy por hoy, cada día se rige por una medida de tiempo: 24 horas (ni una más, ni una menos), y aunque desearíamos en ocasiones alargar una jornada, “da la casualidad” de que las horas y los minutos no son un chicle que actúe a nuestra merced. ¿Es todo esto un absurdo?, ¿hemos de escandalizarnos por tener semejantes limitaciones?, ¿deberíamos pedir cuentas a alguien por atropellar nuestros deseos de infinitud, eternidad, etc., no materializados en este mundo?… ¡Por supuesto que no! Recuerda que “lo malo del mundo” nunca proviene de Dios, sino de la limitación del orden creado (que en sí mismo no es malo, sino lo propio que le corresponde), y del corazón del hombre (unas veces por ignorancia, y otras porque su voluntad busca un “bien” que no le corresponde, es decir, que no está ordenado a Dios, sino así mismo).

Cada cosa debe estar ubicada en el sitio que le corresponde. Y lo primero que nos pide Dios, con lo que somos y con lo que tenemos, es que aprendamos a aceptarnos y, en segundo lugar, a aceptar a los demás. Dios nunca destruirá nuestra condición natural, sino que la elevará a otro orden superior, preparándola hasta el día definitivo: “hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud”… Y ese día llegará cuando dejemos, precisamente, este mundo lleno de limitaciones y condicionamientos. ¿Mientras tanto?… Dios nos llama a ser sembradores de paz y de alegría, “realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo”.

¿Quieres saber en qué tenemos ventaja?: En que Dios no sólo nos da una oportunidad, sino que podemos levantarnos, una y otra vez, de nuestros egoísmos, nuestras vanidades, nuestras torpezas… “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto”. Este es el “meollo” de la misericordia divina, del misterio de su gracia que somos incapaces de reconocer todos los días, y que tan generosamente nos pone Dios en la mano.