san Pablo a los Efesios 5, 21-33; Sal 127, 1-2. 3. 4-5 ; san Lucas 13, 18-2

Este texto de San Pablo ha traído a veces a ciertos “escandalizantes” (del denominado feminismo de corte barato; porque hay un feminismo de alto vuelo, de respeto a la mujer, de tratarla como lo que es, como persona, es decir con cuerpo y alma, no solo con cuerpo), que cuando leen que “las mujeres, que estén sometidas a sus maridos”, que leemos al principio de la carta de San Pablo en la Misa de hoy, se rasgan las vestiduras, para pasar a continuación a echar todo tipo de improperios sobre las Escrituras y la Iglesia que tiene, dicen, sojuzgada a la mujer y sometida al varón.
Bastaría para que las aguas volvieran a su cauce con no alejarse mucho del propio texto y no mutilar -las herejías históricamente tienen un porcentaje alto de mutilación “versicular”-el texto del propio San Pablo y de la misma carta.
Aunque la frase conocida y popularmente recitada por el vulgo es esa, “las mujeres que se sometan a sus maridos”, conviene leerla al menos hasta el primer punto y coma. Entonces lo que nos dice San Pablo es esto: “Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor”.
La exigencia no es tanto, o sólo, para la mujer, sino más, y sobre todo, para el marido que tiene que ser imitador de Cristo: sometidas “como al Señor”. ¿Son los maridos realmente imitadores de Cristo?, ¿es lo que más preocupa al esposo el bien, la salud espiritual y física de su mujer?, ¿es en el marido su única y principal preocupación la esposa, los hijos, la familia?, ¿quiere siempre, y en todo, el marido vivir con su mujer santamente el matrimonio, es decir, sin acciones inmorales, ni abusos de ningún tipo, que desmerecerían del imitador de Cristo?
Pienso que si un marido no fuera tal, poco debería sometérsele la mujer a un esposo que buscara el mal -físico (malos tratos) o espiritual (perdición del alma)- de la mujer.
Como siempre, cuando se sacan las cosas de quicio, y en lugar de buscar las interpretaciones que debemos pre-suponer son las que están en la mente divina, los textos se tergiversan y su inteligibilidad se hace imposible.
Los santos no han actuado así: es Dios quien ha escrito esto; es Dios quien ha hecho al varón y a la hembra; es Dios el que nos ha dado los diez mandamientos que no son otra cosa que el buscar el amor a Dios y al prójimo (ahora diríamos buscar “el amor al cónyuge”). Si eso es así -seguiría razonando el hombre de buena fe- ¿cómo puede este o aquel texto querer decir todo lo contrario de lo que sabemos que Dios quiere y busca de nuestros corazones y de nuestras mentes, del hombre o de la mujer?
Normalmente, lo que sucede es que si uno se quiere separar de la Iglesia, de las enseñanzas de Cristo, de sus mandamientos o consejos, es muy fácil en un libro -la Biblia-, que tiene cientos y cientos de páginas, encontrar textos para ser sacados de su contexto y del espíritu que les informa -el espíritu de amor de Dios a los hombres y el deseo sobre todas las cosas que tiene Dios de que nos amemos los unos a los otros–… Todo, menos pensar que pudiera ser yo el equivocado.
Siguiendo en este mismo espíritu del que hablamos, Dios no puede querer que demos un trato inferior a la mujer en nuestra fe cuando dice que: “amar a su mujer es amarse a si mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”.
Y termina San Pablo, a modo de colofón, en el último versículo: “En una palabra, que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete al marido”.