Lamentaciones 3, 17-26; Sal 129, 1-2. 3-4. 5-6. 7. 8; san Juan 14, 1-6

“Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora”. Hoy es una fiesta que la Iglesia, como a veces sucede con las cosas de Dios o de su Iglesia, nos resulta paradójica: celebramos a los difuntos. Es decir, es la fiesta de los muertos. Aparentemente no se puede decir que esté bien esto de celebrar que uno se haya muerto: nos “alegramos” de que nos haya dejado alguien que nosotros queríamos, con quienes hemos compartido tiempo, alegrías y penas, felicidades o sinsabores y que, guardaban con nosotros un vínculo, lo más probable, familiar o de amistad.

Pero hemos de fijarnos bien. La Iglesia lo que hoy conmemora no es a los difuntos, sino a todos los “fieles” difuntos. Esta fidelidad cambia todo. Ya no es una fiesta de muertos, es una fiesta de vivos: los “fieles” difuntos -los que han dejado esta tierra en gracia de Dios, habiendo sido fieles al querer de Dios-, están vivos para la eternidad: “el que cree en mí aunque haya muerto vivirá para siempre” dirá el Señor ante las hermanas de Lázaro antes de que le devuelva a la vida; y lo devuelve a la vida porque le quería -es decir, era su amigo- y para que precisamente nos creamos que sus palabras son siempre verdad, ya que ese es el motivo de los milagros que obra el Señor: acrecentar nuestra fe; por eso, después de haber hecho esa afirmación -“quien crea en mí no morirá para siempre”- se dirigió al sepulcro y resucitó al que estaba muerto desde hacía, además, tres días. Era muy importante que sus palabras fueran apoyadas por el milagro, para que así nos quedase muy claro que, son “verdad y vida”: cuando uno muere, si lo hace unido a Dios -si es amigo de Dios- ése, no morirá, como dice el Señor “aunque haya muerto” porque “yo lo resucitaré en el último día”: ¡qué animantes palabras para portarse como Dios quiere en ésta vida!

Y es muy significativa esa oración concesiva “aunque haya muerto”, que, a su vez, parece otra paradoja: aunque haya muerto no morirá para siempre. Es claro que el Señor está diciendo a aquellos hombres que le escuchaban y ahora a nosotros, que todos hemos de ser -un día u otro- difuntos, pero, si morimos siendo “fieles” alcanzaremos la, así llamada, dicha, bienaventuranza eterna.

El Evangelio que la Iglesia ha elegido para hoy, no podía ser más maravilloso, esperanzador y que llene el alma de más alegría hasta que llegue el encuentro con quien tanto nos quiere. Se nos susurran unas palabras llenas de ternura -están dichas en ese momento tan íntimo y emotivo de la última cena-: “que no tiemble vuestro corazón creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos un sitio? Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”. Así son los sentimientos de un amigo: desea que estemos con él.

Se comprende mejor ahora esas ansias que refleja el Salmo de hoy: “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora”.

Pero es preciso insistir, aunque no sea de nuestro agrado hacerlo ahora, que el Señor actúa así, no con todos, pues hay quienes -pedimos a Dios que nunca cometamos el único grave error de nuestra vida- le rechazan. Me refiero a los que si bien irremediablemente serán un día difuntos, como todo el mundo, no podrían contarse entre los “fieles” difuntos. Porque “el Señor -leemos en la primera lectura– es bueno para los que en él esperan y lo buscan; es bueno esperar la salvación del Señor”.

Debemos volver a Dios si nos hemos alejado, pues el pecado cierra las puertas del cielo. Aunque nos encontráramos lejos de Dios, nos debemos llenar de esperanza porque también es palabra de Dios. “Hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión”. Después de estas consideraciones hemos de hacer el propósito de poner nuestra alma en condiciones para que, cuando el Señor nos llame a su presencia, nuestro corazón esté ansioso de abrazarle porque aunque haya dejado de palpitar en esta tierra, ya nunca dejará de hacerlo unido al corazón sacratísimo y misericordioso de Cristo, en la otra vida, en la bienaventuranza eterna.