Apocalipsis 5, 1-10; Sal 149, 1-2. 3-4. 5-6a y 9b ; san Lucas 19, 41-44

El otro día celebré la Misa en uno de los pueblos más alejados de la capital de España. Tiene poquitos habitantes, muchos ya mayorcitos. Les atiende un sacerdote de un pueblo próximo que debería celebrarles Misa los domingos y las fiestas. Me llamaron la atención varias cosas: lo limpia y cuidada que estaba la parroquia, también el atrio, y una custodia -pobre y pequeñita- guardada en la sacristía. Las colectas de esos pueblos son muy, muy pequeñas así que pensé en qué época comprarían esa custodia y que si gastaron sus dinerillos sería porque se utilizaría. Tocaron las campanas (ya automatizadas, en tantos sitios se ha perdido el encanto de “tirar de la cuerda”) y fueron llegando los feligreses. Eran pocos (unos quince) y mayores, los más jóvenes se habían ido a la caza del jabalí. Me fueron saludando en la puerta y me mostraban su alegría de que llegase un sacerdote. Al principio no entendía nada, el párroco estaba fuera unos días y ese día había ido yo a sustituirle, pero cada domingo sonarían las campanas y celebrarían la Misa. Me contaron que no era así, llevaban bastantes domingos sin que el sacerdote acudiese a celebrar, pero ellas seguían cuidando la Iglesia, limpiando la puerta cada domingo y encendiendo la calefacción esperando a que llegase algún sacerdote. Mujeres que en Madrid habían sido de comunión diaria o que siempre habían cuidado la iglesia de su pueblo, añoraban la Eucaristía, echaban de menos la comunión del Cuerpo de Cristo. Me dieron muchísima pena y procuré celebrar con más cariño y cuidado que de costumbre, como si celebrase ante miles de personas.
“Yo, lloraba mucho, porque no se encontró a nadie digno de abrir el rollo y de ver su contenido.” “Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: ¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz!” Llora San Juan, llora Jesús “porque no reconociste el momento de mi venida.” El Papa ha querido que este año esté especialmente dedicado a la Eucaristía. A veces asistimos a Misa con un espíritu crítico en su punto álgido, criticamos a los sacerdotes, la homilía, a los otros asistentes, su duración, los cantos, la ornamentación o -peor aún-, caemos en la indiferencia entre bostezo y bostezo. ¡Ojalá añorásemos la Eucaristía! ¡Ojalá llorásemos al ver que el marido, los hijos, los vecinos o amigos no comprenden el momento de la venida de Cristo con su cuerpo, con su alma, con su sangre y divinidad! Cuánta gente parece que asiste a Misa “cuando puede hacer un hueco” o si no tiene que “molestar” a otros para que les acompañen o les acerquen a la Iglesia. Si fuese para cobrar un décimo de lotería no nos importaría recorrer treinta kilómetros y aguantar horas de espera en una fila, pero para recibir a Aquel que “con su sangre ha comprado para Dios, hombre de toda tribu, lengua, pueblo y nación y ha hecho de nosotros una dinastía sacerdotal que sirva a Dios y reine sobre la tierra” somos incapaces de movernos unos pasos.
Año de la Eucaristía. Pídele a la Virgen que nos ayude a esperar la Santa Misa con la misma ilusión que ella esperaría el nacimiento de su Hijo. Que te hagan llorar aquellos que no valoran la Eucaristía (especialmente los sacerdotes) y ayúdales, con tu piedad y cariño, a amar más a Cristo Eucaristía.