Apocalipsis 14, 1-3. 4b-5; Sal 23, 1-2. 3-4ab. 5-6 ; san Lucas 21, 1-4

Si el comentario que hacíamos ayer nos llevaba a pensar en la importancia de fundamentar nuestra alegría en realizar las acciones con visión sobrenatural, el Evangelio de la Misa de hoy parece que deja bien al pobre y, mal, al rico.

Esto de dejar al pobre bien y al rico mal ha traído consecuencias muy graves en la historia de la humanidad. Pero la gravedad ha venido, fundamentalmente, por una lectura rápida y superficial del Evangelio. Es muy fácil criticar, maldecir, poner mal, al rico. Cuando encontramos en el Evangelio un pasaje a todas luces clarividente: “es más difícil que un rico entre en el cielo que un camello pase por el agujero de una aguja”, podemos exclamar: “¡Lo que faltaba!”.

Esa rápida y superficial visión de estos pasajes puede llevarnos a pensar que por rico se entiende el que tiene dinero, y por pobre el que no tiene. Y punto final… lo demás, son monsergas.

La vida está hecha de monsergas, es decir, de matices, de no ir a bulto, de enamorarse, de sufrir, de alegrarse por cosas grandes o nimias… En una palabra: no debemos ir sin gradaciones en las cosas de Dios, ni en la de los hombres.

Rico es el que está apegado -no vive, le consume el egoísmo, no duerme- por ganar más dinero, por tener más posesiones, entendiendo por tales, cuatro cuartos (o sea, lo que nosotros llamamos “un pobre”) o no duerme y le consume el egoísmo porque tiene cuatro bancos repletos de oro (o sea, lo que nosotros llamamos “un rico”). Y no es así exactamente.

Pobre es el que tiene pocas cosas materiales, cuatro perras, pero también es pobre el que por herencia, por trabajo constante, porque supo invertir inteligentemente, o por suerte ¡por qué no! tiene mucho dinero, pero -y este es el matiz importante– sabe que todos esos bienes le vienen siempre de Dios, y con ellos hace de administrador, siendo generoso y ayudando a los más desfavorecidos de la sociedad. No he dicho que ayude a los más pobres, sino a los más desfavorecidos de la sociedad. Porque ricos o pobres somos según y como todos.

Si no fuera así, sería una injusticia descalificar “a priori” a unas personas del Reino de los cielos: el que nace rico, o se va enriqueciendo a lo largo de la vida, no puede entrar en el Cielo. Y, esto, es a todas luces harto imposible. Y, al revés, supondría una injusticia muy notable que el pobre, por ser pobre o por haberse ido empobreciendo a lo largo de su vida, entrara con todos los honores en el Cielo, al margen del resto de su conducta (que ese pobre golpeara a su mujer, que blasfemara, que matara o robara…).

No. La posesión, o estar desprovisto de bienes, no es una patente para entrar, o no, en el Cielo. Es verdad que el que tiene muchos bienes materiales lo tiene muy difícil; más difícil que un camello llegara a poder pasar por el agujero de una aguja. Porque es fácil, muy fácil corromperse, malgastar el dinero, llenarse de egoísmos, despreciar a los demás, creerse superior, engreírse o hacer mal con el poder que da el dinero.

Así, tan en el Cielo estarán Lázaro, uno de los amigos ricos del Señor, como estará la pobre viuda que el Evangelio de hoy nos dice que “echaba dos reales” en “el arca de las ofrendas”; aunque es un suponer -pues sólo Dios juzga en el momento final- que quizá estará en el infierno el rico Epulón, pero quizás también lo esté Judas, que, aún siendo discípulo del Señor, y por tanto viviendo una pobreza grande, era “rico” y avaro y estaba poseído por unas viles y miserables treinta monedas.