Isaías 4, 2-6; Sal 121, 1-2. 4-5. 6-7. 8-9; san Mateo 8, 5-11

El pasaje del Evangelio de la Misa de hoy es uno de los que mayor alegría habrán dado al Señor de todos los episodios que tuvo que vivir entre nosotros: constatar la fe tan grande, la más grande de todo Israel, de un hombre.

“En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole”. Cafarnaún es un lugar de vivencias intensas del Señor. En este año de la Eucaristía no podemos dejar de mencionar que fue en esta tierra -en Cafarnaún- donde habló por primera vez con toda claridad a sus discípulos de la Eucaristía. Tan claro que “muchos a partir de aquel momento ya no le seguían”. La Eucaristía, como dice el sacerdote en la Misa después de la consagración, es “misterio de fe”.

Este centurión impresionó al Señor. Primero porque es uno de los pocos romanos que nos conste que se dirigen abiertamente hacia Él con una súplica, lo cual supone humildad, pues los romanos eran los superiores, los que tenían subyugado a los judíos. El centurión acude al Señor, judío, “rogándole”. Primera lección para nosotros.

“Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho”. Gran corazón el del centurión, aunque esa preocupación por un criado, hoy día, nos puede parecer normal, por aquellos tiempos, desde un punto de vista jurídico, un criado era considerado prácticamente poco más que una cosa. Y además, nos dice el propio centurión, que estaba “en cama paralítico” o, dicho con otras palabras “no servía para nada”. En tales casos de inutilidad, uno se deshacía de “esa carga”; sin embargo, este centurión no actúa así, porque sabía que el hombre tiene un valor en sí mismo, al margen de la “utilidad” laboral, financiera, o, en este caso, servil. Le da pena porque el centurión se da cuenta de que este criado “sufre mucho”. No es indiferente al dolor del hombre, se compadece (padece juntamente con, que eso significa “compadecerse) con el que sufre.

El Señor, que seguro vio mejor que cualquiera de nosotros todos estos rasgos del corazón del centurión, se dispone a acudir a su casa a curar a su amigo criado. Y aquí viene lo grande: “Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano”. Impresionante, porque a veces los hombres, que son muy prácticos e inteligentes, y ejercen funciones habituales de mando, como éste centurión, no acostumbran a dejar cabos sueltos. “De modo que si ha dicho que viene, lo mejor -piensan este tipo de personas-, es que pongamos una alfombra hasta mi casa para que no tenga ningún tropiezo hasta la cama del criado”.

Esa frase de confianza hace aún más meritorio su ruego, porque es lo que impregna de fe, de confianza de humildad y de amor. “Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe”.

El centurión se ha ganado el cielo. Así puede quedar reflejado con las palabras que siguen a la admiración del Señor: “os digo -dice Jesucristo– que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos”. ¿Quiénes serán estos? Los que tengan fe; los que se fíen del Señor, los que crean en su palabra y se comporten con coherencia de vida: entre lo que les dicta la fe y lo que hacen con sus obras. Es una invitación a revisar lo que verdaderamente sostiene nuestra vida y nuestro corazón.