Isaías 29, 17-24; Sal 26, 1. 4. 13-14; san Mateo 9,27-31

Ya en la primera lectura de la misa de ayer, nos introducía la Iglesia por un camino de reflexión que no deberíamos olvidar: examinemos cómo son nuestras acciones en relación a los demás. Según nos dice la primera lectura de la misa de hoy: “«Pronto, muy pronto, (…) oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse con el Señor, y los más pobres gozarán con el Santo de Israel porque se acabó el opresor, terminó el cínico; y serán aniquilados los despiertos para el mal, los que van a coger a otro en el hablar y, con trampas, al que defiende en el tribunal, y por nada hunden al inocente.»

En la lectura del libro de Isaías, se nos dice que esto sucederá… y “pronto, muy pronto”. Ciertamente no es que se refiera al fin del mundo, sino al final de nuestra vida en la tierra: al momento de nuestra muerte y de nuestra presencia ante Dios, que nos juzgará, esencialmente, sobre mi fe (en Él) y sobre mi amor (a Dios y al prójimo) los actos buenos o malos que hice en esa dirección.

En el Evangelio de hoy, se acercan dos ciegos al Señor que vienen de muy atrás gritando para reclamar su atención porque querían ver: “Ten compasión de nosotros, hijo de David”, gritaban. Y, ya delante de Él, el Señor les hace una pregunta sorprendente: “¿Creéis que puedo hacerlo?”. Naturalmente la contestación de los ciegos, que no veían pero eran rápidos en el hablar, se precipitaron en contestarle: “Sí, Señor”. Y nadie duda de la sinceridad y dramatismo de su respuesta.

Ahora tocaría, sin más, hacer el milagro, bien diciendo el Señor algo, o bien -como en otras ocasiones- cogiendo barro y untándolo en sus apagados ojos. Pues no. Dice sencillamente una frase: “Qué os suceda conforme a vuestra fe”.

Maravilloso. Sin embargo, la ceguera de nuestro tiempo no es la de los ojos, sino la del alma: habrá un día, el de nuestra muerte, en que lo importante va a ser sólo la fe, el cómo hemos vivido nuestra fe cada día, el haber tenido los ojos prestos para ver lo que Dios quería que hubiéramos hecho con nuestra vida. La ceguera peor es la del que no quiere ver a dónde vamos, el destino de nuestra vida. Si el hombre que no tiene fe, dijera: “sí, Señor, quiero ver” el Señor daría la luz “conforme a tu fe”. Por eso, a veces no se obra el milagro que pedimos en nuestro interior, porque, si el Señor nos dijera: “hágase -en aquello que le estuviéramos pidiendo- conforme a tu convencimiento verdadero de que Dios te escucha, entonces podríamos sorprendernos de que aquello no sale. Pero el que está fallando no es Dios, sino, una vez más, yo, más concretamente, mi falta de fe: mi falta de convencimiento interior, que se manifiesta también siempre exteriormente, con obras, obras buenas hechas para Dios y para los demás.