Isaías 48, 17-19; Sal 1, l-2.3.4 y 6 ; San Mateo 11, 16-19

Saber escuchar es algo más que una actitud de urbanidad. El que está atento, sobre todo cuando hay necesidad de aprender, es capaz de asimilar y hacer suyo aquello que le dicen. Lo que de jóvenes no sabíamos, o no entendíamos por qué teníamos que “empollarlo”, conforme pasan los años, va adquiriendo una importancia trascendental. No se trata de métodos, ni de aprender sumas o restas, sino del valor que tiene en sí mismo el estudio y el aprendizaje. El hombre es un ser de hábitos y, como tal, ha de ir adquiriéndolos durante su vida (fundamentalmente en la adolescencia y la juventud), para llegar a ser libre y responsable.

“Si hubieras atendido a mis mandatos, sería tu paz como un río, tu justicia como las olas del mar”. Una de las grandes muestras de la pedagogía divina son los Mandamientos de la Ley de Dios. El hombre, herido por el pecado, necesitaba de redención. Habían quedado oscurecidas sus facultades, sobre todo el entendimiento y la voluntad, y era preciso recuperarlas para volver a entrar en armonía con su Creador (hecho a su imagen y semejanza). Cuando Dios dictó a Moisés el Decálogo, no pensaba en cómo someter al hombre para que fuera más obediente, sino cómo hacerlo más libre, y que su poder de actuación y sus decisiones no estuvieran simplemente guiadas por las pasiones y el impulso del momento. Las Tablas de la Ley no son negaciones, sino afirmaciones positivas del hombre hacia Dios (los tres primeros mandamientos), hacia los demás y hacia sí mismo (los siete siguientes).

Siempre que hemos violado alguno de esos preceptos (cualquiera de ellos), se ha encendido ese “piloto rojo”, denominado conciencia, dándonos a entender que había algo que no funcionaba en nuestros interior. Algunos dirán que nunca han sentido encenderse ese “piloto rojo” y, por tanto, no han tenido conciencia de haber quebrantado ninguna ley. Lo primero que hay que indicar es que los Mandamientos de la Ley de Dios no son otra cosa, sino la concreción del gran principio universal: “Haz el bien, y evita el mal”. Ningún ser humano puede estar ajeno a este principio, porque está inscrito en su interior desde siempre (incluso antes de nacer). El problema viene cuando la inteligencia queda oscurecida por la ignorancia a fuerza de hábitos contrarios a su propia naturaleza. Así, por ejemplo, alguien puede haber estado educado desde niño que lo correcto, a la hora de cruzar una calle, es hacerlo con el semáforo en rojo para los peatones… bueno, pues ya sabemos lo que le ocurrirá cuando tenga que hacerlo realmente, y en un día con mucho tráfico.

Es muy importante la educación y la formación. No podemos permitir que nuestra conciencia quede adormecida o empañada por la ignorancia y, mucho menos, con hábitos contrarios al bien último del ser humano. Muchos de los problemas que nos acucian diariamente vienen por no haber tenido una formación correcta. Otras veces, ha sido la dejadez, o la falta de preocupación, por parte de los educadores (padres, profesores…), la que ha provocado el que los niños, conforme van haciéndose mayores, causen tantos problemas, incluso (y cada vez con más frecuencia) haya que llevarlos al psiquiatra o al psicólogo.

“Los hechos dan razón a la sabiduría de Dios”. Efectivamente, la realidad es muy testaruda. El problema es que el hombre, en muchas ocasiones, lo es más. Y en ese pulso constante (hemos de reconocerlo), el hombre tiene las de perder. ¡Cuántos problemas nos evitaríamos si buscáramos el querer de Dios, antes que el nuestro! Aprende de la Virgen, ella fue obediente hasta el final… y nunca dijo que esa obediencia (¡ese saber escuchar!) era privación de su libertad, al contrario, ninguna criatura ha sido tan libre como Ella.