Sofonías 3,1-2.9-13; Sal 33, 2-3. 6-7. 17-18. 19 y 23; San Mateo 21, 28-32

Ayer aparecieron en distintos medios de comunicación de Madrid una noticia, distribuida por uno muy conocido, respecto a las declaraciones de la Vicepresidenta del Gobierno español, en la que señalaba que “han sido contestadas hoy por algunos párrocos en sus homilías, en las que se aseguraba en una de ellas que ‘Cristo vale cien mil veces más que cien mil vicepresidentas tan listas como ésta’”. ¿Qué decía la Vicepresidenta?, pues que “desde hace siglos, en Europa, los que se oponen a las reformas pendientes son pasmosamente los mismos, unos señores tenebrosos”. En este tono, la Vicepresidenta aseguraba que “los sectores más inmovilistas” con las medidas del Gobierno son siempre “los curas y los jueces”.

Cuando se hacen juicios temerarios y, sobre todo, de lo que no se sabe, más vale callar para no meter la pata. Este empeño constante por poner en un brete a la Iglesia, deja de ser algo inaudito para convertirse en un asunto verdaderamente bochornoso. La Iglesia no se mete con los políticos, sino que se dirige a los fieles católicos para que, lejos de caer en un absurdo engaño, sepan discernir dónde se encuentra la verdad. La única verdad (¡la única!) es Cristo, y quien se mofa de Él haciendo una enmienda a la totalidad en sus representantes (“los curas”), entonces es que no ha entendido en qué consiste el “cuidado de las almas”. Por supuesto que todo sacerdote es también humano y, por tanto, sujeto a equivocaciones y errores, pero cuando habla conforme a la fe y las costumbres, entonces está unido al sentir de la Iglesia universal.

Ese pertinaz intento por llevar la fe a las catacumbas de la conciencia, por parte de los que niegan la libertad religiosa, es una quiebra contra millones de personas que comparten y viven una misma creencia. ¿Motivos?… Que cada uno examine lo que ve y lo que oye, pero una cosa es bien segura: Cristo nunca escondió su misión de anunciar el Evangelio, más bien lo hizo tremendamente público (culminando su magisterio desde lo alto de una Cruz), y encomendó a sus discípulos después de su Resurrección: “Id y anunciad el Evangelio hasta los confines de la tierra”.

Es cierto que han ocurrido crisis (y en ocasiones graves) en el seno de la Iglesia, pero el milagro precisamente es ese, que junto a la condición pecadora de sus miembros, se une otra qué la que le da su carácter de permanencia hasta el fin de los siglos, y que la hace santa: Cristo, esposo de la Iglesia, ha encomendado al Espíritu Santo la labor de santificarla, y así también se vea que en la debilidad humana es donde se manifiesta el poder de Dios. Han transcurrido siglos desde la fundación de la Iglesia por Jesucristo, y son miles, millones de hombres y mujeres a lo largo de esa historia los que han confirmado con su fidelidad y su entrega, que se trata de la Iglesia querida por su Fundador.

A cualquiera se le puede presentar la ocasión de los protagonistas del Evangelio de hoy: “Un hombre tenía dos hijos. Se acercó primero y le dijo: ‘Hijo, ve hoy a trabajar en la viña’. El le contestó: ‘No quiero’. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: ‘Voy, señor’. Pero no fue”. Lo importante es rectificar cuando uno se equivoca, y rectificar a tiempo. No podemos olvidar que cuando se tratan de cuestiones que van más allá de lo políticamente correcto (la salvación del alma, por ejemplo), entonces es para pensárselo seriamente. Si a pesar de nuestras equivocaciones, llegamos a optar por la posición del primer hijo de la parábola, nunca nos recriminará el Señor que, a pesar de lo que nos dijo un sacerdote en una homilía (acerca de lo que nos conviene para nuestra alma), no le creímos.