Isaías 45 y 6b-8. 18. 21b-25 ; Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14; San Lucas 7, 19-23

“Yo soy el Señor, y no hay otro. No hay otro Dios fuera de mí”. El hombre es un ser religioso por definición, y si no tiene el corazón en Dios, entonces lo tendrá que poner en otro sitio. El ser humano que, a lo largo de los siglos, ha luchado por progresar y avanzar, en ocasiones ha querido echar un pulso a su Creador, porque pensaba que le limitaba en exceso, y que sólo “liberándose” de Él sería más autónomo y tendría más poder. ¿Qué ha ocurrido?… pues, lo que tenía que ocurrir: como el hombre no puede vencer a Dios, entonces se vuelve contra el propio hombre (guerras, discordias, enfrentamientos…).

Nunca hemos podido imaginarnos a un feto, en el seno de su madre, exigiendo salir porque no se consideraba lo suficientemente libre. Tampoco creemos que sea razonable, en nombre de la libertad, el ir en sentido contrario en una autopista porque considero que es lo que va mejor con mi personalidad… Estos ejemplos, que pueden parecer exagerados, en realidad son una caricatura si lo comparamos con la auténtica necesidad que tenemos de depender de Dios.

“Yo soy un Dios justo y salvador, y no hay ninguno más”. Ninguna ideología y ningún poder humano podrán jamás sustituir a Dios, ni lo que Él ofrece a aquellos que le buscan y permanecen fieles a sus promesas. Una de esas promesas la estamos ya conmemorando, precisamente, durante estos días de Adviento: la preparación para la llegada de la encarnación del Hijo de Dios. Mientras que una promesa humana puede ser defectible, rompiéndose en cualquier momento, Dios cumple siempre lo que promete, y lo lleva hasta el colmo: ¡Él mismo se hace hombre por amor al hombre! Esta es la capacidad máxima del amor sin límites: el anonadamiento del Creador por salvar a todo hombre, y que sea plenamente feliz participando de su intimidad divina.

Si un hombre y una mujer se aman, nunca pensarán que su relación de amor está fundamentada en esclavitudes y represiones. Todo lo contrario. El amor necesita de esa dependencia de lo que ama hasta el extremo de darse totalmente, sin reservarse nada. Por eso, cuanto más se niega alguien a sí mismo en beneficio de quien ama, entonces es mucho más libre, ya que no hay ninguna restricción en darse… incluso hasta la muerte si fuera preciso, tal y como hizo Cristo por amor a cada uno de nosotros.

“Dichoso el que no se escandalice de mí”. Este es el drama de aquellos que ponen el corazón en las cosas que mueren, y no en Dios. Son los que se escandalizan por encontrarse, cara a cara, con su misericordia, y que ese Dios sea capaz de seguir amándolos aunque sea rechazado por ellos. La compasión y la solidaridad no son “inventos” de ninguna ONG, su fuente está en Dios, que es infinitamente misericordioso, añadiendo una capacidad para perdonar que jamás ningún hombre podrá llevar a cabo.

Si miramos el rostro de la Virgen, además de ternura y cariño, descubriremos esa libertad inmensa, obtenida por ese “sí” dado sin restricciones a Dios. Repítela con frecuencia: “¡Madre mía, aparta de mí lo que me aparte de tu Hijo!”.