Isaías 54, 1-10; Sal 29, 2 y 4. 5-6. 11-12a y 13b; San Lucas 7, 24-30

Una de las mayores alegrías que puede llevarse una mujer es la de dar a luz. Después de meses de gestación y de preparación, de tantas renuncias personales, de tantos cuidados, tener en brazos al que se ha llevado en las entrañas, es algo que a lo que pocas cosas se pueden comparar. Se trata del gran milagro de la vida, algo que el hombre participa de manera admirable, y que no deja de sorprenderle cada vez que es testigo de ello. Un hombre y una mujer son los protagonistas que han colaborado en semejante acontecimiento, pero es la mujer la que ha llevado en su vientre ese germen de la vida y, por tanto, la que asume dicho acontecimiento como propio. Sólo una madre es capaz de valorar hasta las últimas consecuencias semejante don, pues entra a formar parte del poder creador de Dios.

La Sagrada Escritura emplea en muchas ocasiones el símil de la madre, haciendo referencia a Dios y el cuidado al que somete al pueblo de Israel. También se recurre, en varios momentos, a la imagen de la mujer estéril, que es capaz de alcanzar la fertilidad, porque para Dios nada hay imposible. La fecundidad es un concepto muy unido a los planes divinos. Dios pide constantemente a aquellos a los que ha encomendado una misión, o los ha llamado a una vocación específica, que confíen plenamente en Él, y que no se desanimen ante las dificultades… allí donde creemos que sólo hay piedras y desierto, Dios hará crecer un vergel incomparable, fruto de nuestra correspondencia… “Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no se retirará de ti mi misericordia, ni mi alianza de paz vacilará”.

Es muy importante, a la hora de buscar los frutos de nuestras obras, el que estemos en continua conformidad con la voluntad de Dios. Incluso, puede ser que esos frutos nunca los veamos, y que pasen años de esfuerzos, entrega y sacrificios, y nos dé la impresión de que las cosas continúan como estaban. ¿Cuál es el secreto para no caer en el desánimo? Estar plenamente convencidos de que es Dios quién pone el incremento, y que nosotros somos instrumentos suyos. Es importante recordar que el tiempo de Dios no coincide precisamente con el nuestro, que su designio salvífico tiene como perspectiva toda la eternidad. Durante siglos el pueblo de Israel esperó con ansia la llegada del Mesías, pero muchos, por no reconocer ese plan de salvación, no supieron reconocerlo en un niño nacido en un pesebre… ni siquiera lo reconocieron, ya en su vida pública, cuando hizo milagros y perdonaba los pecados de tantos.

“Los fariseos y los maestros de la ley, que no habían aceptado su bautismo, frustraron el designio de Dios para con ellos”. También nosotros podemos correr el peligro de frustrar el plan de Dios si no sabemos conformarnos con su voluntad. No se trata sólo de paciencia, resignación o “aguantar el tirón”. Lo nuestro es aceptar, más aún, amar el querer de Dios, aunque pensemos que las cosas no se realicen conforme a nuestros deseos. Precisamente, porque esos acontecimientos no llevan el sello de mis ambiciones, hay mayor garantía para que los frutos de la gracia sean verdaderamente desproporcionados con respecto a nuestras expectativas… Dios da infinitamente más cuando encuentra disponibilidad y correspondencia.

Así ocurrió con la Virgen, la “llena de gracia”. Durante estos días lleva en su seno al que pronto será luz del mundo. Junto a la discreción de María, se encuentra su magnanimidad a la hora de corresponder al plan de Dios y así alcanzar la salvación para toda la humanidad. Nunca seremos lo suficientemente agradecidos por ese “sí” que dio nuestra madre sin medida alguna. “Bendito el fruto de tu vientre, Virgen María”.