Cantar de los cantares 2, 8-14; Sal 32, 2-3. 11-12. 20-21; San Lucas 1, 39-45

Los “hombres del tiempo” están prediciendo un cambio de temperatura para estos días. Ya era hora de que empezase el frío que, al menos en Madrid, llevamos un diciembre de chaquetita y bronceador. La meteorología tiene esas cosas: ocurre y no podemos elegirla, cambiarla ni transformarla, lo más que podemos hacer ante las inclemencias del tiempo es guarnecernos.
Tal vez cuando vayas hoy a Misa estén cayendo “chuzos de punta,” o nevando o haga un frío helador. Haga el tiempo que haga, escucharás en la primera lectura: “Mira que el invierno ha pasado, las lluvias han cesado, se han ido; ya se ven las flores en los campos, se acerca el tiempo de la poda; …” Encima la antífona de hoy es “¡Oh, sol!.” No podemos reservar esta lectura al hemisferio sur, habrá que escucharla en todo el orbe cristiano, y es que nuestra fe no depende del tiempo que haga.
Esta última afirmación puede parecer “de Perogrullo.” ¡No vamos a ser cristianos a partir de los veintidós grados centígrados!. Sin embargo, dejando a parte el tiempo meteorológico, a veces vivir nuestra fe depende de nuestro “clima interior.” Cuando estamos fríos espiritualmente, o los nubarrones de las preocupaciones llenan nuestra alma, parece como si quisiéramos dejar de vivir nuestra fe cristiana: dejamos la oración, abandonamos la celebración de la Eucaristía, nos encerramos en nosotros mismos y se enfría la caridad. En este tiempo, tan cercana la Navidad, parece que se pone más de manifiesto. A veces pensamos que la Navidad es para la gente que ya está alegre, para aquellos que pueden disfrutar de las fiestas y los que están tristes quieren borrar estas fiestas de su calendario. Sin embargo, esto no es así: el acontecimiento de la Navidad no depende de nuestro estado de ánimo, es un hecho que sucede y en el que tenemos que descubrir la verdadera raíz de la alegría.
Piensa en nuestra madre la Virgen María. Después del anuncio del Ángel, aunque llena de la paz que sólo Dios puede dar, vendrían un montón de preocupaciones a su alma: ¿Cómo comunicárselo a José?, ¿Cómo reaccionará ante la noticia?, ¿Qué cambiaría en su vida al ser la madre del Salvador?, ¿Cómo cuidaría a un niño en una familia humilde?… además de todas las inquietudes de una madre primeriza. Pero María no se queda en Nazaret dándole vueltas a la cabeza. Confió plenamente en Dios: “se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá.” Y ella, que seguramente pensaría en pasar desapercibida durante un tiempo, mientras ayudaba a su prima Isabel, para poner “en orden sus asuntos,” se encuentra con la alegría: “¡Dichosa tú, que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.”
“¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” ¿Quiénes somos nosotros para recibir la buena noticia de la salvación?. Créetelo, la alegría que se encuentra en la Navidad no depende de tu estado de ánimo, no depende de los adornos o los villancicos, depende de que te acerques a Cristo y Él ilumine todas las situaciones de tu vida y descubrirás que esas cosas que tanto te preocupan, puestas en manos de Dios, no nos impiden tener alegría cristiana en nuestro interior.
El Papa nos está animando a vivir la caridad y a descubrir la raíz del amor gratuito en la Eucaristía. Si vives el amor desinteresado por los demás, aunque te parezca que eres el más desgraciado de los hombres, descubrirás que tus nubarrones se disipan y encuentras el calor en el interior de tu alma. Pídele a nuestra Madre la Virgen que te muestre el camino, que salgas de tu “refugio” y salgas aprisa a la montaña a encontrarte con Dios.