San Juan 2,29-3,6; Sal 97,1-2ab.3cd-4.5–6; San Juan 1,29-34

“Al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Realmente debió de ser un momento emocionante especialmente para San Juan ver venir hacia sí al Señor. Podemos imaginar cómo pudo ser este encuentro.

Juan, era todo espíritu, sólo buscaba el amor de Dios y el amor a las almas. Estos dos aspectos quedan reflejados, lo sabemos, en el Evangelio: se dedicaba a animar a quienes tenía a su lado a bautizarse con el agua purificadora, a que limpiaran sus pecados para prepararse para la venida del Señor.

Hacen falta hoy hombres y mujeres que con una vida santa se preparen ellos y ayuden a otros a prepararse para recibir limpiamente al Señor.

Este “bautizarse en el agua” simbolizaba entonces el deseo de purificación: el agua, siempre evoca limpieza, lo que se lava queda limpio. Este modo de “lavarnos”, actualmente -después de la venida del Señor y de la institución de los siete sacramentos- , es a través del bautismo, que es solo una vez en la vida y por el que se nos abren las puertas de la Iglesia y la puerta a la posibilidad de recibir los otros sacramentos; y, junto al bautismo, el otro sacramento que nos limpia es el de la penitencia o del perdón, por el que se nos “borran”, o a veces también se suele utilizar la expresión “se nos lavan” los pecados cometidos después del bautismo.

Esta misión de Juan es la que ahora heredan los sacerdotes cuando imparten la absolución de los pecados. El nuevo Jordán -río en el que bautizaba Juan- es el confesionario, donde uno puede, debe acudir libremente, como hacía aquel pueblo que se acercaba al bautista, para purificarse o lavar sus pecados.

Con una clara diferencia: entonces era un bautismo simbólico, de preparación para la venida de Cristo: “éste es aquel de quien yo dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo»; pero ahora ya ha venido Cristo “y yo lo he visto, –dice San Juan al terminar el Evangelio de la Misa de hoy- y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios”. La confesión, hoy, lava en sentido estricto los pecados cometidos: nos vuelve a hacer amigos de Dios.

Esta es la diferencia, Cristo es el Hijo de Dios, y como tal, puede perdonar los pecados. Se preguntaban los fariseos “pero ¿quien es este que puede perdonar los pecados?”

“Este” es el que instituye el sacramento del sacerdocio, en la última cena para dejar a “otros Cristos” en la tierra -los sacerdotes- dándoles esta facultad, tan importante, de poder perdonar los pecados: “a quienes les perdonéis los pecados les serán perdonados”. Acudamos, pues, con frecuencia al “Jordán” a lavar nuestros pecados con este sacramento que purifica y da la gracia de Dios.