Hebreos 1, 1-6; Sal 96, 1 y 2b. 6 y 7c. 9 ; San Marcos 1, 14-20

El Evangelio de la misa de hoy nos introduce con una línea que realmente da un disgusto: “Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios”.

Nos da un disgusto pero nos vuelve la alegría si pensamos elevando la mirada por encima de las reacciones puramente naturales, es decir, si reaccionamos sobrenaturalmente. El disgusto: Ver que encarcelan a San Juan, y aparentemente el Señor parece que sigue a la suya: “Jesús se marchó a Galilea” a seguir predicando. La alegría: pensar que la Iglesia tiene una misión que realizar en la tierra “proclamar el Evangelio de Dios”, para llevar a los hombres a la casa del Padre y gozar eternamente con Él; y, como consecuencia de ello vendrán incomprensiones, “arrestos” como el de Juan. Arrestos, injurias y calumnias.

Pero resulta que esto que para un ejercito, para un partido político sería un desdoro, un maldición, para la Iglesia, las contradicciones, la “sangre de los mártires” se ha dicho en frase resumidora, es sabia que hace crecer el número de los fieles o la santidad de los miembros de la Iglesia, porque cuanto más se aguijonea -por decirlo con frase de Jesucristo a San Pablo- a la Iglesia, más se llena ésta de frutos de santidad y de bien.

Esa es la paradoja y la cadena sin fin contra la que no pueden prevalecer las puertas del infierno o la maldad de los poderosos de la tierra, que viene a ser lo mismo, cuando atacan a nuestra Madre.

A Cristo, nuestro Señor, el Maestro le pasó lo mismo. Justo cuando el pueblo romano y judío parecía que tenían al “enemigo” abatido, clavado en la cruz y que, para mayor seguridad incluso el Centurión clava la lanza en el costado y el mismo Señor dice “todo se ha consumado” y dicho esto “expiró”; pues, justo en ese momento de final dramático de la vida de Cristo, en ese momento, se acababa de obrar la redención, y, tres días después, con la Resurrección, se nos abrían definitivamente las puertas del Cielo para quien quisiera entrar que, con la ayuda de Dios serán todos aquellos que le amen, es decir, los que cumplan sus mandamientos: “quien me ama cumple mis mandamientos y mi Padre vendrá a él y haremos morada en él”.

Por eso no es casual que si el Evangelio de hoy empezaba con el encarcelamiento de San Juan, sea precisamente en este trocito de Evangelio de hoy donde se nos cuente uno de los hechos más importantes para la vida de la Iglesia: nada menos que la elección de unos cuantos Apóstoles; Jesús ve a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y les dijo “venid conmigo y os haré pescadores de hombres” y, “un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo y a su hermano Juan, que estaban en la barca” y “los llamó” y estos “se marcharon con él”.

O dicho de otro modo, ese día Jesús “pierde” a uno -Juan el Bautista-y ese mismo día “gana” a cuatro: Simón, Andrés y Juan y Santiago ¡y qué cuatro! Y además, otra cosa, en realidad no “pierde” a Juan, porque cuando la cabeza de Juan el Bautista, rueda sesgada de su cuerpo, ésta no va a parar, pese a las apariencias, a la bandeja que se le presentará a Herodes, sino que rodará del lugar de la decapitación, sin parar, hasta las mismas puertas del cielo. Esa es la grandeza del cristiano: estar en la cárcel, estar enfermo, impedido o discapacitado, muchas veces es la mayor ayuda, el pilar más fuerte, –si estando así lo ofrecemos por Cristo y con alegría- con el que cuenta Cristo para edificar su Iglesia. Nunca pasa nada malo para la Iglesia: por eso, la alegría y la paz en Cristo nuestro Señor para todos los que aman a Dios.