Hebreos 7, 25-8, 6; Sal 39, 7-8a. 8b-9. 10. 17; Marcos 3, 7-12

Todos los periódicos en España se han hecho eco del gran “avance” en la Iglesia por permitir el uso de los preservativos contra el SIDA. Algunos hablan de rectificación, otros de “suavización” en el terreno de la moral sexual. Quien lo haya entendido de esta manera, no ha entendido nada. La misión de la Iglesia nunca es la de entrar en polémicas que corresponden al campo de la medicina, sino, como me decía ayer un amigo sacerdote, el de “las verdades eternas”. Y el marco objetivo y directo que tiene la Iglesia para estas cuestiones es el Decálogo y las Bienaventuranzas. Hablar, por tanto, del condón es hacer referencia a lo que va contra la Ley de Dios, porque supone interrumpir aquello que entra en el orden de lo más sagrado de la condición humana, la fuente de la vida que tiene su origen en el mismo Dios.

“Jesús puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor”. Estas palabras de la carta a los Hebreos nos dan la medida de lo que es la misión de la Iglesia: la salvación de las almas. Todo lo que se aparte de ese fin no corresponde a la enseñanza encomendada por Jesucristo a sus apóstoles para ser perpetuada a lo largo de los siglos. La Iglesia siempre ha de moverse en el terreno de lo sagrado, porque es la única interlocutora “válida” entre Dios y los hombres. Por eso (y vuelvo a recoger palabras de mi amigo sacerdote), “lo que desnaturalice la esencia misma de la unión sexual”, por ejemplo, “aunque se haga con la finalidad de PREVENIR una infección, se trata de un caso claro de fines lícitos por medios ilícitos -casi habría que decir sacrílegos-, porque aplicaríamos el principio de que el fin no justifica los medios”. Esta es la auténtica doctrina de la Iglesia.

El Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 2370 afirma: “Es intrínsecamente mala toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación”. Pero, ¡ojo!, decir “no” al preservativo, no es una negación, sino una afirmación al amor y a la unión verdadera entre los que se aman y se entregan generosamente, porque la unión sexual entre un hombre y una mujer tiene un carácter sagrado querido por Dios. Como decía el propio Juan Pablo II: “el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal”.

“Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo”. La misión de la Iglesia es la de acoger a los que son pecadores y tienen hambre de Dios, pero nunca la de aconsejar cuál es la mejor de las maneras para “pecar lo menos posible”. El sacramento de la reconciliación es recoger el testigo de Cristo que dice al pecador: “¡Anda, y en adelante no peques más!”, que es, además de consuelo, la experiencia más extraordinaria de la misericordia de Dios. Todo lo demás, son “cuentos chinos”, que se aparta del hecho de ser hijos de Dios y, por tanto, los amantes de la vida y la verdad.

“Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban ante él, gritando: ‘Tú eres el Hijo de Dios’”. Si hasta los demonios eran capaces de reconocer la divinidad de Jesucristo, cuánto más nosotros, que hemos sido elegidos para dar testimonio ante el mundo de lo que hemos recibido gratuitamente y a manos llenas. No tengamos nunca vergüenza de ser testigos de Cristo, como la Virgen no lo tuvo al pie de la Cruz… Y seremos también verdaderos hijos de la Iglesia, que aman a su madre porque vela continuamente por el cuidado de nuestras almas y de nuestra salvación.