Hebreos 9, 15. 24-28; Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6; Marcos 3, 22-30

Hablar de la muerte para algunos resulta un tanto desconcertante, y para otros un tema tabú. Ayer, por ejemplo, tuve que decir una Misa por un familiar difunto en uno de los tanatorios de Madrid. Al terminar la Eucaristía, y después de rezar un responso antes del traslado al cementerio, uno de los familiares, un hombre joven y casado, se acercó a mí y estuvimos hablando un buen rato. Me decía que eso de la muerte era algo que no podía aceptar de ninguna de las maneras, pues era algo irracional que nada tenía que ver con las vidas de hombres y mujeres que, tras largos años de luchas y sinsabores, han podido llevar a cabo algunos de sus planes y, de pronto, todo se acaba. Yo le dije que él era joven, y que tenía toda una vida por delante. Volvió a insistir diciendo que también él vivía en la incertidumbre de que en cualquier momento podría sobrevenirle una desgracia y, por tanto, sus proyectos y los de su mujer, irían al traste. En definitiva, ¿por qué luchar si hemos de morir?

Una vez más, cuando la fe pasa a un segundo plano, todo lo trascendente carece de sentido. Y lo dramático es que cuando absolutizamos lo que es temporal y contingente, aún resulta mucho más absurdo. La carta a los Hebreos nos lo dice muy claramente: “Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio”. El hombre muere para vivir, no para desparecer en un vacío sinsentido. Cuando se ha olvidado que la muerte es fruto del pecado, entonces se pone el corazón en las cosas que mueren, y muchos se desesperan ante cualquier contradicción o contrariedad que no tengan que ver con los propios deseos. San Pablo, por su parte, habla de la muerte como la meta para llegar vencedor a recoger la recompensa. La vida sólo es un absoluto si tiene a Dios como fuente y sentido del actuar humano, lo contrario son devaneos intelectuales que buscan justificaciones en el azar o la casualidad. Pero la propia dimensión espiritual del hombre le hace encontrarse, una y otra vez, con la misma pregunta: ¿Por qué, entonces, tengo deseos de vivir para siempre, y vivir feliz?

Una de las maneras de tentar a Dios es pensar que el pecado no existe, y que nos valemos por nosotros mismos. Sin embargo, el pecado es una experiencia universal. Nuestra propia debilidad, nuestra limitaciones, nuestros errores… todo es un reclamo constante para que pensemos que existe algo que nos impide alcanzar la plenitud en todos los sentidos. Ayer, Jesús hacía una llamada a la conversión, porque se encontraba cerca el reino de Dios. Ese fue el motivo de su Encarnación: la salvación de las almas. Todo lo demás, perdonadme la expresión, son “pamplinas”. Reconocer que somos pecadores no es algo humillante, todo lo contrario, es experimentar en cada uno de nosotros la infinita misericordia de Dios. Y cada vez que decimos “sí” a Dios vamos muriendo a nosotros mismos, para que viva el Espíritu Santo en nuestras almas. Por eso, el Señor es tan duro con aquellos escribas que niegan la acción del Espíritu en Él: “Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”… Sería como matar a la propia vida que nunca muere. Contradictorio, ¿no?

Por cierto, el difunto que enterramos ayer era muy devoto de la Virgen del Carmen, y seguro que ahora estará intercediendo por cada uno de nosotros después del beso cariñoso que le habrá dado Nuestra Madre.