san Pablo a Timoteo 1, 1-8; Sal 95, 1-2ª. 2b-3, 7-8a.10; Marcos 4, 1-20

Con motivo de la “Visita ad limina” de los obispos españoles en Roma, el Santo Padre ha hecho una serie de declaraciones dignas de elogio. La valentía de Juan Pablo II a la hora de hacer diagnósticos morales, sociales, etc. de la situación española nos muestran cómo el Vicario de Cristo en la tierra es auténtico pastor de la Iglesia. En concreto, el Papa denunció que en España se está difundiendo un laicismo y un indiferentismo religioso que está promoviendo un desprecio por la religión y que conduce a la restricción de la libertad religiosa. Así mismo, Juan Pablo II aseguró que no pueden arrancarse las “vivas raíces cristianas” españolas y que esta tendencia, creciente en España, está promoviendo que las nuevas generaciones de españoles estén creciendo influidas por el “indiferentismo religioso, la ignorancia de la tradición cristiana y expuestos a la tentación de una permisividad moral”.

Esta manera de decir las cosas va muy en la línea de lo que hoy san Pablo dirige en su carta a Timoteo: “No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor”. Los primeros cristianos sufrieron una persecución atroz que, en muchas ocasiones, les llevó al martirio de sangre. San Pablo, en concreto, nos habla de las veces en que fue apedreado, azotado y vejado, pero no cejó en su empeño por anunciar a Cristo, y a éste crucificado; es más, se sentía orgulloso por llevar en su propia carne las señales de la pasión de Jesucristo. Esta manera de encarar la vida no sólo pertenece a un hombre valiente y decidido, sino, sobre todo, enamorado de Dios. Es el amor el único capaz de acometer semejantes gestos, ya que lo contrario sería fanatismo (fundamentalismo, dicen otros).

Los cristianos somos personas enamoradas de Jesucristo. Y el que se entrega por amor, ya no se mira así mismo, sino que ve a través del Otro. Por eso, no caben las vergüenzas ni los miedos, ya que es toda una vida la que está empeñada en abandonarse enteramente al amor, que es la razón de su existencia. A la manera de san Pablo, podríamos recibir el siguiente consejo: “Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio”. ¿A qué tememos?… ¿a lo que dirán?, ¿a lo que pensarán?, ¿a la falta de reconocimiento? El que vive con semejantes expectativas, no sabe lo que es amar de verdad. Gracias al Bautismo, recibimos el don de la gracia para ser hijos de Dios, y esa pertenencia no significa llevar un carné de un grupo ideológico, sino que está grabado a fuego en nuestra alma, como el amor que es auténtico y leal trasciende la vida y la muerte.

Dios nos ha confiado a los cristianos su propia intimidad. Somos suyos enteramente. Tal y como Jesús les recuerda a sus discípulos en el Evangelio de hoy, “a vosotros se os han comunicado los secretos del reino de Dios”, y esto hemos de cuidarlo, cada uno de nosotros, como el mayor de los depósitos sagrados. La mejor de las maneras de que ese tesoro recibido siga intacto es, sin vergüenzas de ningún tipo, dar testimonio de la verdad. Esto conllevará, en multitud de ocasiones, incomprensiones, burlas y persecuciones, pero es mucho más grande lo que hemos recibido de Dios, que no lo que otros puedan ofrecernos a cambio de renegar de la única persona capaz de salvarnos y amarnos, incluso hasta dar la vida: Jesucristo.

Que nuestra madre la Virgen sea la manera más preciosa de renovar, día tras día, nuestra entrega sincera y sin obstáculos al amor de Dios.