Hebreos 11, 1-2. 8-19; Lc 1, 69-70. 71-72. 73-75; san Marcos 4, 35-41

Una de las grandes estafas de la sociedad actual es la exigencia de credibilidad, por parte de muchos de nuestros dirigentes, y que no voy a precisar a qué ámbito me refiero, porque cada uno tendrá su propia experiencia. Y digo estafa, porque me refiero a ese afán desmedido por acaparar simpatizantes, incluso con las armas de la mentira. Para que exista credibilidad podemos encontramos en alguna de las siguientes situaciones:

– Existe verdadera autoridad (que no poder), en aquél que nos pide confianza.
– Hay algún tipo de interés por nuestra parte en fiarnos de alguien en concreto, aunque sea a costa de que aquello que se nos dice no sea cierto.
– Lo que se nos dice se adecua con la realidad de las cosas, y no con un mero subjetivismo, o parecer personal u opinable.

Todas estas maneras de entender la creencia en alguien siempre están llenas de matices o variantes, incluso se pueden mezclar unas con otras. Lo cierto es que, desde que nacimos, nuestro comportamiento ordinario da por supuesto multitud de cosas, palabras, gestos o actuaciones, que nunca se someten a un proceso de verificación. De lo contrario, la convivencia sería imposible. Siempre es necesario una dosis confianza; desde nuestros padres que nos alimentaron y educaron nada más nacer, pasando por el maestro que nos enseñaba en la escuela, hasta llegar al compañero de trabajo que le pedimos nos traiga un café, y nunca averiguamos si ha puesto cianuro en él.

En todo acto de confianza siempre hay un cierto sentimiento de seguridad. Nos lo dice la carta a los Hebreos de hoy: “La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve”. Cuando se trata de Dios nuestras suposiciones van más allá de unos datos contrastados, pues se trata de una relación similar a la que tiene un bebé con su madre… simplemente, se abandona y se deja querer. Jesús, en los relatos evangélicos, se queja en varias ocasiones de no encontrar fe, y pide confianza en Él para que nuestros corazones no tiemblen. Es más, “no podía hacer milagros por su falta de fe”. Sin embargo, encontramos en un forastero (un centurión romano) el ejemplo por antonomasia que pone Jesucristo como modelo: “No encontró una mayor muestra de fe en todo Israel”.

¿Por qué creer en Dios? La única razón “razonable” es que nos va la vida en ello. En el Evangelio de hoy, por ejemplo, vemos a unos apóstoles asustadizos porque se ha levantado un fuerte viento que amenaza hundir su barca. Mientras, el Señor, duerme. Es la misma situación que nos puede ocurrir a nosotros en los tiempos que vivimos. Parece que los vientos del mundo amenazan nuestras creencias y nuestras seguridades, pero Dios, aunque dé la sensación de que duerme, está mucho más atento de lo que podemos imaginar. Su autoridad, su poder y, sobre todo, su amor, hace que nada tengamos que temer. Poner nuestra confianza en Él, es poner nuestra existencia en sus manos.

“¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. Seguro que nuestra madre la Virgen nunca escucharía estas palabras en boca de su Hijo. Por el contrario, ella fue la que se dirigió a los que tenían que servir el vino en las bodas de Caná con éstas otras: “Haced lo que Él os diga”. ¿Cuando pondremos por obra lo que Jesús espera de nosotros?