Miqueas 7,14-15.18-20; Sal 102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12; san Lucas 15,1-3.11-32

“Los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “este acoge a los pecadores y come con ellos.” Esta es la acusación que va a dar pie al Señor a contarnos no sé si decir la parábola más preciosa que haya podido salir más que de los labios, del corazón de Cristo: “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:»Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes”.

Así es al principio de nuestra vida, al nacer, Dios ha repartido, nos ha dado un montón de bienes: la inteligencia, la memoria, la imaginación, la vista, el gusto… Unos con más suerte que otros, según el juicio humano, porque, en realidad a cada uno, después, nos pedirá según los bienes que hayamos recibido. No nos va a pedir -como nos cuenta el Señor en otra parábola- cinco talentos si sólo nos dio dos, pero sí nos va a pedir los dos que nos dio mas otros dos ganados con nuestro esfuerzo.

Pero empieza la vida, y con ella las tragedias: “No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente”. Sí, “muchos días después”, la verdad es que el apartarnos de Dios solo sucede cuando nuestros actos nos son imputables, muchos días después de nacer, cuando tenemos uso de razón: cuando nos empieza a costar vivir lo que cuesta vivir por amor a Dios y vencer el egoísmo, y la impureza y, sobre todo, la soberbia.

Es también un detalle de comprensión de Dios en la parábola el atribuir este alejamiento al hijo menor, es decir, al que no ha madurado todavía, al que todavía está un tanto alocado, que no ha caído en la cuenta de cual es el verdadero sentido de la vida; al que todavía piensa que estamos aquí para gozar y gozar. Es verdad, estamos hechos por Dios para ser felices, pero será después de la muerte (con juicio y resurrección incluidos), y entonces será para la vida o para la condenación.

“Emigró a un país lejano”. El principio de nuestros males comienza por un alejamiento de la casa de nuestro Padre. Empezamos a descuidar las oraciones que siempre rezábamos, dejamos la frecuencia de la reconciliación y de la Eucaristía, no recordamos el amor que nos tiene nuestra Madre del cielo, y de ahí, pasamos a reírnos un poco de “aquellas prácticas que uno hacía cuando se preparaba para la comunión”; y de la risita, a la burla, y de la burla a derrochar “su fortuna, viviendo perdidamente”.

Es un triste itinerario que uno cree que es pionero en vivir, pero de hecho va por ese mal camino de tanto surco que hay hecho por otros; es el modo no infrecuente en que el demonio presenta las tentaciones: descubrir el mundo, nuevas sensaciones, nuevos ambientes, romper con arcaicos pasados retrógrados y paternalistas, destutelarse de una religión pasada, ancestral y decimonónica, etc. Y majaderías semejantes.

Vivir así, acaba: con “ganas de saciarse de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer”. Estas frases entrecomilladas son Palabra de Dios. Me parece oportuno recordar, justo en este momento, que esta parábola la está contando el Señor. Por lo que podemos decir que quien se aleja de casa de su Padre, gasta disolutamente sus bienes (inteligencia y voluntad) acaba -lo dice Dios-“como” un cerdo. Y esta frase está dicha desde la serenidad, sin insultar a nadie, sino como una llamada urgente, no sé si decir “desesperada” de Jesucristo, a todos nosotros pecadores para que cambiemos de vida. Es urgente porque nuestra vida está yendo por recorridos que nos alejan de la casa de Dios.

No podemos seguir comentando esta maravillosa parábola porque se nos acaba el espacio previsto. Que cada uno -puede ser el propósito de hoy-, continúe personalmente avanzando, y abriendo el corazón a la Palabra de Dios.