Éxodo 17, 3-7; Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9; san Pablo a los Romanos 5, 1-2. 5-8; san Juan 4, 5-15. M-26, 39a. 40-42

El otro día, hablando con un parroquiano entendido en teología, me decía que, a base de espiritualizarlo todo, nos hemos olvidado de que Jesucristo, el Señor, es hombre, nacido de María, y lo hemos terminado viendo prácticamente sólo como Dios. Eso, aparte de ser una herejía, acaba haciendo de Él un ser lejano y ausente, que termina importándonos bien poco. Posiblemente tenga toda la razón del mundo, por eso a mí, en particular, me conmueven esos pasajes del evangelio en que vemos a las claras toda la humanidad de Jesús: un Jesús al que le gusta la buena comida, que se duerme como un tronco porque está cansado, y tiene sed, como cualquiera que ha hecho un buen trecho del camino y siente la lengua pastosa.
En todo humano, como nosotros, menos en el pecado. Por eso es pura cercanía, lo sentimos casi en las yemas de los dedos. Conmovedor. Así se nos presenta en el Evangelio de hoy, sediento. La sed del Señor, física sí, pero al mismo tiempo, hay que equilibrar la balanza: también es perfecto Dios, y quiere que esa sed trascienda más allá: sed de hombres y mujeres que le escuchen y le sigan.
Este pasaje es como un itinerario de encuentro, de fe, de seguimiento. El Señor que se detiene para hacerse el encontradizo, y que, para abrir brecha, pide. Jesús quiere presentarse muchas veces como un mendigo, mendigo de amor, de comprensión, de entrega. Y Él que es el todo, pide: dame de beber. Es la manera de abrir una brecha en el muro de nuestro propio yo, acomodado a nuestras cosas, a nuestro propio ritmo, a nuestras propias inercias.
Aquella mujer lo primero que hace es ponerse en guardia. Lo suyo es tirar balones fuera. Sin embargo, el Señor no se detiene, sigue con ese desafío que implica una promesa.