libro de los Reyes 5, 1-15a; Sal 41, 2. 3; 42, 3. 4; san Lucas 4, 24-30

Hace unos días estuve en Roma. Coincidió con la nueva recaída del Papa. De nuevo se levantaron especulaciones, y los periodistas arremolinados ante el Hospital Gemelli pedían explicaciones, preguntando cuánto le quedaba a Juan Pablo II de vida. Al día siguiente, después de la pequeña intervención quirúrgica a la que fue sometido, ya nos decía el portavoz de la Santa Sede que el Papa había desayunado normal, y que incluso había comido “diez galletas”. Resulta curioso esto de las “galletas”…

Creo que reducir el estado de Juan Pablo II a su salud es algo que no se ajusta a la verdad. Un obispo con un poco más de sentido común comentó: “Más que rezar por la pronta recuperación del Papa, hay que rezar por el Papa”. Es un elemento que a veces hemos olvidado. Su Santidad no es un gobernante más, ni representa meramente a un Estado (el del Vaticano). El Papa es, precisamente eso, el Padre de los católicos, el Vicario de Cristo en la tierra. Por eso más que respeto y admiración (que hay que tenerlo también), sus hijos le debemos amor; ya que, “amor con amor se paga”.

No se trata, por tanto, de hacer balance, ni de especular quién será el próximo sucesor de San Pedro. Las cosas en la Iglesia funcionan (o deberían de funcionar) con otra dinámica, que es la que marca el Espíritu Santo. Y Juan Pablo II ha estado marcado durante todo su pontificado con el “estigma” del Espíritu, que es el de haber sido un fiel testigo de Jesucristo.

Yo, en lo de las “galletas”, quiero ver al Espíritu Santo actuando en el Papa, como en el interior de cada cristiano, de la manera más normal. Y esto es lo maravilloso del amor, que no se demuestra sólo en hechos extraordinarios, sino en el camino de la fidelidad. Corresponder al amor de Dios es confiar en Él, creer en Él… amarle a Él. Y es lo que está haciendo el Papa durante todos estos años, demostrarnos, también al final de su vida, que es posible amar a Dios desde la Cruz, como lo hizo Jesucristo. ¡Qué mayor honor y gloria!

“Levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo”. Esta era la intención de aquellos que despreciaban a Jesús por anunciarles la verdad. También nosotros podemos correr el peligro de despreciarla si nos dejamos llevar por las apariencias. Por eso, al Papa no lo medimos por sus acciones más o menos vistosas, sino por la carga de amor que lleva en su corazón por querer asemejarse al mismo Jesucristo.

Le pedimos a la Virgen que sepamos vivir nuestra vocación de cristianos con normalidad y con fidelidad. Quizás mañana, a la hora del desayuno, cuando estés tomando tu café con leche y las acostumbradas “galletas”, te acuerdes del sufrimiento del Papa, no por lo que respecta a su salud, sino por su ofrecimiento a la Iglesia, que es el mismo amor que han demostrado tantos mártires de Cristo a lo largo de la historia.