Oseas 14,2-10; Sal 80, 6c-8a. 8bc-9. 10-11ab. 14 y 17; san Marcos 12, 28b-34

Ayer comía con mi amigo Evaristo en un restaurante, cuando el “maître” se acercó para entablar conversación con los dos sacerdotes. Ernesto, que así se llama el responsable de los camareros, nos contaba aquellos años de su juventud donde estuvo estudiando con los claretianos hasta el quinto curso, es decir, poco antes de hacer los votos. Nos hablaba de la admiración y respeto que sentía por aquellos que habían sido sus educadores, y de los que guardaba muy buenos recuerdos. Años inolvidables que no dudaría en repetir si volviera a nacer, así lo dice cuando lo cuenta a los amigos: desearía pasar por la misma experiencia.

Resulta curioso observar este tipo de manifestaciones, cuando en muchos de nuestros ambientes vemos rechazar o repudiar lo cristiano que uno ha recibido en sus diversas etapas formativas. Ernesto es una persona sencilla, y tengo la plena seguridad de que hablaba con sinceridad, incluso en algún momento emocionado, de los que fueron sus maestros, con los que también jugaba al fútbol, al mismo tiempo que reconocía esas vidas entregadas, con muchas renuncias personales, que sólo buscaban educar a niños y adolescentes en la fe cristiana. Nos decía también que muchos no perseveraron en su vocación religiosa (Ernesto es uno de ellos), pero no por eso el recuerdo era agrio. Todo lo contrario, la formación que recibió le ha servido para afrontar, años mas tarde, la vida con esperanza y con ganas de luchar.

Al ver en nuestros días a intelectuales (“pseudos”), que presumen de haber renegado de su cristianismo, uno desearía saber cuál fue el drama que les ha llevado a esa situación. Efectivamente, existen excepciones en donde se ha podido tropezar con alguien que no era precisamente un “redicho” de virtudes, pero era… eso, una excepción. Lo normal siempre fue el calado que ha hecho en tantas almas personas que, convencidas de la gran responsabilidad que supone ser educadores, entregaron incluso su vida en ese empeño, y muchos de ellos dentro de un ejemplar anonimato. Pero ahí está Ernesto que, conmovido, recuerda con gratitud lo que recibió en su juventud. Esos formadores, llenos de rectitud y sacrificio, son los que alaba el profeta Oseas en la lectura de hoy: “Quién es el sabio que lo comprenda, el prudente que lo entienda? Rectos son los caminos del Señor: los justos andan por ellos”.

“El primer mandamiento es: ‘Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. El segundo es éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que éstos’”. Este siglo XXI, este siglo en Europa, y en el que se presume de convivencia y civilización, da la impresión de haber olvidado lo esencial: que su raíz es esencialmente cristiana. Da lástima pensar que los que se dejaron la piel por llevar el testimonio de Cristo, con sus enseñanzas y su vida, en lugares lejanos y sin jactancia, son presentados ahora como vestigios de un pasado que hay que olvidar. Lo triste es que se pierda la memoria de lo que el hombre necesita para ser aún más humano: hijo de Dios. Y esto no es un privilegio para unos pocos, sino que es la gran llamada universal proclamada por Jesucristo al pueblo de Israel, y que representa al mundo entero.

La Virgen María antes que olvidar las cosas de Dios, las meditaba en su corazón como lo más grande y sagrado que iba recibiendo. También Ernesto guarda en su alma el tiempo y la dedicación que aquellos claretianos le regalaron durante su juventud… y que eternamente agradecerá. Y es que el amor no se mide con números, se contempla y se agradece con más amor.