Ezequiel 47, 1-9. 12; Sal 45, 2-3. 5-6. 8-9 ; san Juan 5, 1-3. 5-16

Al hilo del Evangelio de hoy, recordaba una conversación que mantuve con unos amigos hace algunos años. Se trataba de saber el por qué de la existencia del mal en el mundo y, sobre todo, después del acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios. ¿No había venido Cristo a redimirnos? ¿No nos había salvado de la muerte y del pecado?… entonces, ¿por qué sigue habiendo tanto sufrimiento? ¿Por qué permite Dios las guerras, el hambre y tanta miseria?

Uno de estos amigos cogió el Evangelio y leyó en voz alta el pasaje de hoy. La pregunta era: “¿Por qué curó Jesús sólo al que llevaba treinta y ocho años enfermo?… ¿Por qué no se curaron todos los que estaban en la piscina (ciegos, paralíticos…), ya que Jesús era el Hijo de Dios, y tenía todo el poder para hacerlo?”. En un primer momento, daba la impresión de que me estaban poniendo “contra la espada y la pared” (yo era el único sacerdote de ese grupo), y opté por seguir escuchando las reflexiones y quejas de los demás. De pronto, todas las miradas se fijaron en mí, esperando una respuesta “autorizada”. Hay que reconocer que la cuestión tiene “miga”, y que estamos hablando de los grandes misterios del hombre. ¿Cómo acabo la cosa? Pues eché mano también de los Evangelios, y busqué aquella queja del Señor: “No pudo hacer allí ningún milagro por su falta de fe”.

Comentábamos el otro día que en Madrid se está celebrando un Sínodo diocesano. La cuestión de fondo que se dilucida es la transmisión de la fe. Y lo primero que hay que decir es que la fe no es algo que podamos adquirir en cualquier supermercado. La fe, antes que nada, es un don, es decir, un regalo de Dios recibido sin merito alguno por nuestra parte. Pero, ¡ojo!, la fe no es obcecación, ni lanzarse alegremente a la sinrazón. La fe nos la da Dios para que sepamos trascender lo que nos ata a este mundo, pero teniendo también los pies bien asentados en él. Es la manera en la que Dios nos da a entender que la vida no se encierra en las “cuatro paredes” de esta tierra, sino que tiene valor en cuanto Dios es su referente… lo demás (aunque se enfaden algunos), no sirve para nada. Por eso, hablar de la transmisión de fe en una ciudad grande como es la capital de España tiene un valor importantísimo. Pero lo que ha de transmitirse ha de estar antes traspasado de amor y generosidad en el corazón de los que han de evangelizar. Todos (curas, monjas, laicos…), ¡absolutamente todos!, están llamados a anunciar que Dios es el sentido último del hombre, pero es necesario vivir esa fe con obras, y no sólo con teorías o buenos propósitos. Cuando Jesús se quejaba de la falta de fe de aquellos que le pedían milagros, estaba viendo corazones muertos o cansinos, que sólo buscaban el espectáculo, pero para nada estaban dispuestos a cambiar la letra por el espíritu. Ese tipo de cambios sólo los puede operar Dios, y, para dar ese paso, tenemos que ser muy libres.

“¿Por qué no se curaron todos?”. Y aquí está la segunda parte de la respuesta. Cogí de mi bolsillo un crucifijo que siempre llevo conmigo, y les hice a mis amigos la siguiente pregunta: ¿Por qué permitió Dios que su Hijo muriera tan cruelmente en la Cruz?… Creo que si fuéramos capaces de estar en ese escenario (el del Calvario), quedaríamos sobrecogidos ante la falta de reproches de la Virgen viendo morir a su hijo. Ella sufrió (como pueden hacerlo millones de hombres y mujeres todos los días), pero, y esta es la diferencia, ella permaneció allí… rezando por ti y por mí, para que fuéramos definitivamente “curados”.