Éxodo 32, 7-14; Sal 105, 19-20. 21-22. 23; san Juan 5, 31-47

La Conferencia Episcopal Española ha renovado sus cargos. Los medios de comunicación han desplegado todo tipo de comentarios acerca del cambio del nuevo Presidente. Se habla de un nuevo talante, una nueva forma de ver las cosas, mejores condiciones para el diálogo… Quien habla así, no entiende lo que es la Iglesia. Es verdad que llevamos algunos meses de tensión. La enseñanza, la eutanasia, el aborto…. son temas que están ahí, sobre la mesa, y que el gobierno de la nación da una imagen que, precisamente, no concuerda con los principios de la moral y la educación cristianas impartidos durante siglos. Pero, ¡cuidado!, más allá de unos acuerdos Iglesia-Estado, lo que los católicos reclaman es libertad para elegir una determinada enseñanza, o que se respete el don inviolable de la vida para los indefensos. Es importante recordar que, una cosa es un estado aconfesional y, otra muy distinta, un laicismo exacerbado que pretende minar lo esencial del ser humano: la libertad de conciencia.

Lo que la Iglesia quiere, es lo que quiere Jesucristo: “Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es válido el testimonio que da de mí”. El que aboga por Jesús es el mismo Dios. La Iglesia, fundada por Cristo, da testimonio de Dios ante el mundo. El mismo rechazo que tuvo Jesucristo, tiene la Iglesia: “Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis”. Lo que está en juego no son unas maneras de decir o de hacer, lo que se pone en tela de juicio es la verdad misma, y ésta no se dilucida por consensos o acuerdos más o menos convenientes, sino que “es”, o “no es”.

Es cierto que la Iglesia está compuesta de hombres, y que como tales pueden equivocarse. Pero la asistencia del Espíritu Santo es la que garantiza, no su supervivencia en la historia (aunque, de hecho, parece que también), sino que la verdad que la sustenta sea la misma a lo largo de los siglos. Por eso, un sacerdote me hacía la siguiente la pregunta: “Con el nuevo presidente de la Conferencia, ¿va a cambiar el dogma de la Inmaculada Concepción?… ¿no cambia?, pues, entonces, para qué preocuparse”. A veces, resulta desconsolador que muchas actuaciones en la vida se reduzcan a cuestiones políticas (el componente humano), dando la impresión de dejar a un lado lo que de verdad importa: la vida eterna. Sin embargo, y eso lo hemos constatado, de manera especial, en el último pontificado de Juan Pablo II, la Iglesia sigue siendo (aunque a muchos les “pese”), el referente moral por antonomasia. Por eso, y aunque sea por unos cargos honoríficos en una Conferencia Episcopal, muchos esperan (y desean) que la Iglesia de el “traspiés” definitivo para encuadrarla dentro de una institución humana sin más.

“¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios?”. Si no vemos en estas palabras de Jesús la clave de lo que la Iglesia quiere (la gloria de Dios), entonces entraremos en el juego del mundo que es, sin más, el poder de unas ideologías, y la manipulación de unas conciencias que andan sin rumbo.

“Yo he venido en nombre de mi Padre”. Unas palabras parecidas escuchó la Virgen cuando pidió cuentas a su Hijo por haberse perdido en el Templo de Jerusalén. Ella y José anduvieron desconsolados buscándole durante días. ¿Qué hizo la Virgen?: meditar el misterio de Dios en su corazón. ¡Qué importante es recordar, que aquello a lo que no encontramos respuesta, Dios la dará en el momento oportuno!… Y nuestra Madre la encontró al pie de la Cruz.