Números 21, 4-9; Sal 101,2-3. 16-18. 19-21; San Juan 8, 21-30

El otro día una chica me decía que ella creía en Jesús como hombre, pero que “pasaba” de considerarlo como Dios y de todas las cosas que decía la Iglesia sobre él. Muchas personas dicen –sin ruborizarse ni nada-, que creen “a su manera.” Normalmente esa “manera” suele ser el abolir consideraciones morales, exigencias de la fe y cualquier implicación personal, pero siguen considerándose creyentes.

Es curioso, si alguien defendiese que Napoleón era alto, rubio con trenzas y bigote le llamaríamos loco o ignorante. Ahora, cuando alguien se construye un Jesús a su manera, se lo inventa según su mejor o peor parecer, manipula el Evangelio, corrompe la Tradición de la Iglesia y lo convierte en una especie de ser imaginario, lo que nos pide es respeto y comprensión. Ese respeto y comprensión siempre lo tendrán las personas, pero que no nos hagan comulgar con ruedas de molino y nos impongan, en nombre de la tolerancia, la mentira como dogma.

“¿Quién eres tú?” Esa pregunta que hoy le dirigen al Señor tendríamos que hacérnosla también nosotros. Jesucristo no es una idea, ni una ideología ni un pensamiento bondadoso. Jesucristo es el Hijo de Dios encarnado, el “que no hace nada por su cuenta, sino que habla como el Padre le ha enseñado.” A Jesucristo se le conoce y se le trata, no se le inventa o imagina.

“Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que yo soy.” Es Él el que nos atrae, el que nos llama por nuestro nombre y nos redime desde la cruz. La cruz no es “una fatalidad,” un monumento a la bestialidad del hombre. En la cruz, que nos preparamos para adorar en los días de Semana Santa, quien pende es el Verbo encarnado, Dios mismo que muere por nosotros y, por eso, tiene sentido.

Fíjate hoy en la Misa. Cuando el sacerdote levanta el Cuerpo de Cristo y dice: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo,” estás contemplando a Cristo en la cruz. Su cuerpo partido y entregado por nosotros, por ti y por mí. Ante este espectáculo no caben componendas, es Cristo el que está delante de ti, el que se ha entregado en manos de los pecadores para librarnos de los pecados y del morir eterno.

“¿Quién eres tú?” Cuando hacemos esta pregunta delante del sagrario nos damos cuenta de quiénes somos nosotros. Mira la suerte que tenemos: Dios no nos ha “escondido el rostro” sino que nos ha mostrado el feo rostro del pecado y la maravilla del amor de Dios. ¡Que suerte tenemos!. Por mucho que quieran “inventar un dios mejor,” si contemplan la entrega de Jesucristo, si cada uno de nosotros la meditásemos frecuentemente en lo hondo de nuestro corazón, nos daremos cuenta de que Dios ha estado grande, muy grande, con nosotros.

Pídele a la Virgen que te enseñe el verdadero rostro de su Hijo, y que no te canses de contemplarlo ni ahora ni nunca.