Daniel 3, 14-20. 91-92. 95; Dn 3, 52. 53. 54. 55. 56; san Juan 8, 31-42

No es una costumbre familiar, ni un ritual anual, pero este año he decidido hacer eso que algunos llaman “limpieza de primavera.” No sé si es que me relaja tirar cosas, pero entre escribir comentarios, celebraciones penitenciales, charlas cuaresmales, catequesis y preparar la semana santa, además del día a día de la parroquia, voy limpiando mi casa. He decidido tirar todo aquello que llevo años sin usar y que me ha acompañado mudanza tras mudanza. Muchas veces cuesta decidirse, siempre está la idea “tal vez me sirva en alguna ocasión,” aunque llevaba cuatro años perdido en el fondo de un cajón y ni te acordabas de su existencia. Así somos (o soy): nos aferramos a las cosas que al final son más pegajosas que la pez.
“En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos que habían creído en él.” Tal vez sea este uno de los diálogos más duros del Evangelio. Podríamos pensar que fuese con los fariseos o los doctores de la ley, pero no, es con los “que habían creído en él.” Tal vez hemos hecho verdaderos esfuerzos por convertirnos durante esta cuaresma, estamos “haciendo cosas” que nos habíamos propuesto, pasamos más horas ante el sagrario e intentamos apartar de nosotros costumbres que nos parecían reprobables en un hijo de Dios. Tal vez pensemos que Dios tiene que estar “contento” con nosotros y que pronto nos llenará de consuelos y gozos espirituales. Incluso puede que pensemos que ya nos hemos decidido a ser santos y Dios “se va a enterar de lo que valemos” cuando nos ponemos a hacer algo. ¡Ay, Dios mío! Si piensas así has vuelto al comienzo de la cuaresma. Ayer el sacerdote que celebraba la Misa retransmitida por televisión llevaba la casulla al revés, nuestros pensamientos también se dan a veces la vuelta y no nos damos cuenta.
“Sin embargo tratáis de matarme a mí, que os he hablado de la verdad que le escuché a Dios.” Cuando nos encontramos con la verdad nos daremos cuenta que el Señor no nos pide “un lavado de cara,” un pasar un paño por el polvo de nuestra vida, pero guardando en nuestros cajones interiores algunos rastros del hombre viejo “por si acaso.” El Señor no busca apariencias de santidad, no le basta que cambiemos unas costumbres viejas por otras nuevas. El Señor busca (y nos la concede él mismo) la libertad completa. El deshacerse de todo aquello que habría impedido a Sidrac, Misac y Abdénago entrar cantando en el horno encendido. “Sólo Dios basta” decía la Santa de Ávila, mientras sigas necesitando otras cosas, consuelos, reconocimiento o aplauso seguirás siendo esclavo.
Nos viene a todos la tentación de pensar que no hay que ser tan radical. Hay tantas cosas “que no hacen mal a nadie.” Eso suele ser señal de que se ama bastante poco. El Señor habla tan duramente a los “que habían creído en él” pues estaban conociendo lo que Abraham, Isaac y Jacob quisieron ver. Si en tu oración y en tu vida ves que el Señor te exige más, alégrate, pues te estarás acercando más a la verdad y “la verdad os hará libres.”
No busques que Dios “te trate bien” dándote consuelos. No eres tú el que le ha elegido, ha sido Él quien te ha llamado a ti. Si te concede consuelos y alegrías espirituales pues “bendito sea Dios,” pero ni tan siquiera los busques.
Contempla a nuestra Madre la Virgen. ¿Qué consuelo puede recibir al pie de la cruz?. Sin embargo, es tan libre hasta para desprenderse de su Hijo por amor a ti y a mí… Continuemos con la limpieza de primavera, desprecia todo lo que te impide abrazar la verdad y ser libre.