Isaías 50, 4-7; Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; san Pablo a los Filipenses 2, 6-11; san Mateo 27, 11-54

Menudo lío se ha organizado por la retirada de un estatua de Franco de las calles de Madrid. No nos vamos a meter en política (que no entiendo, y lo único que recuerdo de Franco es la semana de vacaciones que me dieron cuando tenía siete años y él murió), pero parece que muchos se empeñan en borrar el pasado. Si el pasado se borrase escondiendo en distintos almacenes lo que nos molesta, no habría almacenes suficientes. ¡Qué efímera es la gloria de los hombres!. Los mismos que hace unos años te aplaudían, al poco se pavonean de haber terminado contigo. Incluso procuran borrar de su pasado cualquier signo de haber conocido al “maldito” y viven siempre con miedo de que alguien hurgue en su pasado.
“La masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los milagros que habían visto, diciendo: ¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor.!” (…) “Pilato les preguntó: ¿Qué hago con Jesús, llamado el Mesías? Contestaron todos: Que lo crucifiquen!” En la misma celebración de hoy escucharemos estos dos textos. Es más, seguramente entremos hoy cantando, con ramos en las manos en nuestras iglesias, alabando al Señor, nos enterneceremos con el relato de la Pasión y, antes de que caiga la noche, le habremos negado tres veces con nuestra vida. ¡Qué contradicción!.
Podríamos pensar que a Jesús le pasa como a los poderosos que son derrocados. Se le quita la estatua, se borra de nuestro pasado y que nadie se entere de que le hemos seguido. Hace muchos años “fusilaron” la estatua del Sagrado Corazón de Jesús en el cerro de los Ángeles. Hoy no que quitan grandes estatuas, pero se retiran los crucifijos de los lugares públicos, se usan las cruces y rosarios como elementos decorativos y, aunque tal vez no pidamos que se ajusticie a Jesucristo tampoco salimos en su defensa. Nos convertimos en grandes indiferentes que aplaudimos sin alma, amamos sin corazón y nos entregamos con reparos.
Borrar la historia, ocultar el pasado. Tal vez eso funcione ante los ojos de los hombres, para nuestro currículo, pero Dios conoce tu corazón, sabe que “somos de barro” y no se encarnó para mendigar nuestro aplauso, sino que “actuando como un hombre cualquiera” y con “su muerte de cruz” nos trajo el perdón de los pecados.
Por eso, hoy que comenzamos la Semana Santa, haz propósito de no ocultar tu vida ante Dios y ante los demás. No intentes “derribar” a Dios para hacer buenos tus pecados. Ponlos en los brazos abiertos de Cristo, acércate a la Iglesia y pide perdón ante el sacerdote. Sin tapujos, sin excusas, sin componendas que la cruz no es el “árbol caído,” es el árbol de la vida. Como a los apóstoles y a los discípulos Cristo no te echará en cara tus abandonos, te abrazará y “no quedarás avergonzado.”
Tal vez la Semana Santa haya llegado “demasiado pronto” este año, pero piensa que nunca es demasiado pronto para abandonar nuestra antigua vida de pecado, ni demasiado tarde para seguir a Cristo hasta la cruz y la resurrección.
Jesucristo no es una estatua, que nos recuerde el pasado, es nuestra historia, nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. No intentes ocultarle en el almacén del pasado. Seguro (si no, estos días es un buen momento para remediarlo), que en tu casa, junto al ordenador, en tu trabajo, tiene una imagen de nuestra Madre la Virgen. Cuando la mires piensa: “Ella estuvo allí, al pie de la cruz, y yo quiero estar con ella.” A pesar de nuestras miserias nos agarrará de la mano y con un suave apretón nos acompañará junto a su Hijo.