Isaías 52, 13-53, 12; Sal 30, 2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25 ; Hebreos 4, 14-16; 5, 7-9; san Juan18, 1-19, 42

C.S. Lewis, en un artículo que llama “transposición,” expone un ejemplo para explicar la diferencia entre la vida de los beatífica y la vida terrena. Una mujer es encerrada en una celda que sólo tiene un ventanuco por el que escasamente se ve el cielo. La mujer da a luz en esa celda a una criatura. El niño crece viendo exclusivamente las paredes de piedra, la paja del suelo y un pequeño retazo de cielo. La madre es artista y consigue unos lápices y algunos papeles. Mediante dibujos intenta explicarle a su hijo cómo son los campos, ríos, ciudades, el mar, etc. … El niño asume todo con bastante facilidad, hasta que un día hace un comentario que hace vacilar a su madre: por un momento sus ideas se cruzan y la madre se da cuenta del error en el que había hecho caer a su hijo y le pregunta: “¿No creerás que el mundo real está formado por líneas pintadas a lápiz?” y el hijo le contesta: “¿Qué?, ¿No hay trazos de lápiz?.” Y todo su mundo “real” se desmorona, sin líneas se le hace mucho menos visible, pero el mundo real no necesita líneas porque es incomparablemente más visible. Hasta aquí el ejemplo.
“Mantengamos la confesión de la fe ya que tenemos un Sumo Sacerdote que ha atravesado el cielo -Jesús, el Hijo de Dios-. No tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo, igual que nosotros, menos en el pecado.” Hoy muchos no quieren acercarse a Jesús, pues caminar con él es llegar indefectiblemente a la cruz, y entonces su mundo se desmorona. Prefieren vivir en el “boceto” de su vida, en un mundo plano, de dos dimensiones, en el que se puede borrar, deformar y ocultar cualquier defecto. Un mundo en el que no “dibujaremos” aquello que no nos gusta, que nos parece desagradable o nos asusta. Seguir a Cristo supone hacer el camino de San Juan y descubrir que el pecado es mucho más real que nuestro mundo de trazos de lápiz rosa. Es añadir en nuestro mundo la injusticia, la mentira, la violencia, el egoísmo, en definitiva, el pecado y la debilidad que muchos intentan negar o disimular. Pero no se trata de añadir algunos cuadros de “Los desastres de la guerra” -como si fuéramos un nuevo Goya-, para amargarnos la existencia, No es cuestión de perspectiva, es cuestión de pasear por el mundo exterior, fuera de nuestra pequeña celda.
Cristo en la cruz nos descubre que “nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron.” Nos saca de la celda en que quedamos encerrados tras el pecado original y nos descubre la verdad del hombre la verdad de Dios. Esa realidad que supera todo lo que podíamos imaginar. Un mundo sin trazos, un mundo de tres dimensiones con toda su altura, anchura y profundidad.
Los que utilicéis gafas os acordaréis de la experiencia que tuvisteis con vuestro primer par de lentes. Acostumbrados a ver borroso todo lo que nos rodea nos hacemos, sin querer, un mundo de perfiles difusos. Cuando el óptico te pone las gafas descubres las líneas, la perspectiva, la profundidad y el colorido. Durante el primer paseo por la calle te vas fijando en los carteles más altos (que ahora puedes leer) y levantas la cabeza orgulloso, mirando lejos, pues ahora ves con claridad.
Ante la cruz no nos queda sino guardar silencio, pero no es el silencio de la desesperación o la desolación. Es el silencio del asombro del que descubre un mundo mucho más grande que el dibujado en unos folios; del que se sabe curado de su ceguera y distingue con claridad el mundo que le rodea. La cruz de Cristo, y la cruz del cristiano, no es la cruz de la resignación, sino de la resurrección, pues “mi Siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos.” “Sus cicatrices nos curaron.” Desde lo alto de la cruz descubrimos el mundo real, herido por el pecado, pero sanado por la entrega de Cristo.
San Juan descubrió el mundo real en el primer Vía Crucis. Me imagino que no salió corriendo como los demás, que no volvió rápidamente a su celda a seguir contemplando los bonitos dibujos que hasta ahora había sido su mundo, pues iba acompañado de Santa María. La Virgen conoció el mundo sin la distorsión del pecado y no por ello dejó de acercarse al pie de la cruz. Agárrate de su mano y, aunque temas perder lo que hasta este momento eran tus seguridades y consuelos, llégate hasta la cruz. Te asombrarás.