Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43; Sal 117, 1-2. l6ab-17. 22-23; Colosenses 3, 1-4; san Juan 20, 1-9

No me acuerdo del título, ni del autor, ni tan siquiera completamente del argumento. Se trata de un relato corto, de misterio, intriga, terror o todo junto. El personaje principal acompaña a otro hombre a una isla desierta, ayudándole a manejar la barca. El personaje desconocido tiene una actitud extraña que intriga a nuestro protagonista. El desconocido cuenta su historia: Ha recibido un don que es una maldición. Cuando mira a alguien por encima del hombre descubre el verdadero rostro de su alma. Así descubrió que los que le rodeaban eran avariciosos, lujuriosos, pendencieros, falsos. Ni su padre ni su madre habían superado el examen. Era incapaz de amar a ninguna mujer pues siempre caía en la tentación de mirarla por encima del hombro y descubría lo peor que había en ella. No podía tener amigos, ni confianza en las personas: nuestro protagonista mira su vida y no descubre nada que merezca ser recriminado, era una vida “normal,” como la de tantos. Sin grandes éxitos, pero sin grandes fracasos. Sin ninguna virtud particular y sin ningún pecado escandaloso. Le pide al desconocido que le mire por encima del hombro y le cuente lo que viese, a lo que el desconocido se niega. Nuestro protagonista vuelve a la barca para regresar a tierra firme, el desconocido se adentra por la playa pero, en un momento vuelve la cabeza y mira al protagonista por encima del hombro y, entonces, se dibuja en su cara un gesto de aso y desprecio por lo que ve. Bajando la cabeza vuelve a adentrarse en la isla, a vivir solo.
“Esta es la noche” hemos cantando en el Pregón Pascual. La luz rompe las tinieblas y, al entonar el Gloria, la luz iluminó los templos de toda la cristiandad. Hemoa escuchado el relato del pecado del hombre, la cara más fea e ingrata del hombre. Pero hemos proclamado que Dios no se marcha a vivir lejos de los hombres, no se aísla de su creación en una isla desierta. Todo lo contrario. Mira la deformada cara del pecado, contempla toda su espantosa monstruosidad y, lejos de poner un gesto de asco, va curando nuestras heridas, sanando nuestras enfermedades, arreglando los desperfectos y, por último, nos muestra el rostro de Cristo resucitado. Rostro hermoso, “sin defecto ni mancha,” el rostro de Dios. Aquella santa faz ante la que los hombres “ocultaban el rostro” es ahora joven, bella, perfecta. Y ese es el rostro que tú y yo estamos llamados a tener.
Por eso anoche cantamos el “Aleluya,” la alegría de la Salvación. Alegría pues nuestra vida, trastocada y alterada por el pecado, vuelve a ser rehecha, recreada, reinaugurada en la Resurrección de Cristo. Ante este hecho histórico -como cuando estrenas un coche-, la humanidad “huele a nuevo.” Los criterios, prioridades, intereses y escalas de valores que el pecado había instaurado en el corazón de los hombres ya no tienen que superarse con el mero esfuerzo personal, podemos afirmar que han sido ya superadas en la resurrección de Cristo. No vivimos de utopías, sino de realidades, tan palpables para Tomás como para nosotros.
Dios no sólo no ha olvidado a su pueblo, sino que ha superado todas nuestras expectativas y nos ha hecho hijos en el Hijo. Todas las promesas de Dios se cumplen y tú y yo somos testigos. Por el agujero del costado toda la humanidad puede entrar en el corazón de Cristo, conocer la Misericordia de Dios, formar parte de su Iglesia.
“Exulten por fin los coros de los ángeles” y nosotros con ellos. Y entre todas nuestras voces, destaca clara y cristalina la de María, la Madre de Dios. Ella no ve en nosotros el rostro del pecado, ve el rostro de su Hijo en ti. Nunca lo olvides, nunca la olvides.