Hechos de los apóstoles 4, 13-21; Sal 117,1 y 14-15.16-18.19-21 ; san Marcos 16, 9-15

Ayer nos detuvimos en la llamada “pesca milagrosa”, la que se produjo después de la resurrección del Señor. Hoy, nos detenemos en la primera lectura de la Misa que vuelve a hablarnos de Pedro y Juan que han sido encarcelados porque han hecho un milagro, concretamente un paralítico que pedía limosna en la puerta del Templo, ha sido curado.

Así las cosas, los jefes del pueblo, los ancianos, vieron que Pedro y Juan “habían sido compañeros de Jesús” y además el paralítico había sido curado por estos dos hombres y “no encontraban respuesta”; entonces “les mandaron salir fuera del Sanedrín, y se pusieron a deliberar: «¿Qué vamos a hacer con esta gente? Es evidente que han hecho un milagro: lo sabe todo Jerusalén, y no podemos negarlo; pero, para evitar que se siga divulgando, les prohibiremos que vuelvan a mencionar a nadie ese nombre.»

Han pasado veintiún siglos y la historia se repite machaconamente. ¡Qué poco originales somos los hombres! Una y otra vez intentando acallar a la Iglesia, tapar la voz de Cristo ¡qué poco originales los que ostentan el poder por un poquito de tiempo! En aquella época, de sanedrines, publicanos y fariseos, igual que ahora, época de partidos de un signo y de otro, también se sigue maquinando contra la Iglesia: “es evidente” que hace milagros, que son buena gente, que buscan el bien, “lo sabe toda Jerusalén y no podemos negarlo”. Veintiún siglos después, se reúnen para ver cómo desprestigiar, maltratar, apartar a la Iglesia de la vida pública, de la vida social; “pero, para evitar que se siga divulgando, les prohibiremos que vuelvan a mencionar a nadie ese nombre”: quitaremos la religión de las aulas, controlaremos la enseñanza, promoveremos uniones antinaturales contra la ley de Dios y de la Iglesia, fomentaremos los divorcios.

Hace unas semanas el cardenal de Madrid, don Antonio María Rouco hablaba en una conferencia delante de políticos y periodistas precisamente de esto: de la presencia de la Iglesia en la comunidad política y social del mundo. Algunos se empeñan en apartar a la Iglesia de esa vida social y resulta que tiene una presencia -decía el cardenal- plasmada por toda la faz de la tierra, incluso en la materialidad de sus iglesias en todos los pueblos de este a oeste, de norte a sur; y más importante que en sus piedras, en la vida de sus miembros -piedras vivas, según San Pablo- que configuran esa Iglesia de Cristo.

Pueden venir gobiernos ocasionales, emperadores romanos que arrojen a las fieras a los cristianos, o que arrojen contra los cristianos críticas y burlas, leyes laicistas y antirreligiosas. No pasa nada. Al final Cristo siempre triunfa. Veintiún siglos y no hemos aprendido la lección: si esto es de Dios -y la Iglesia lo es, fundada por Cristo- “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. La paz, la esperanza y la alegría del cristiano están fundadas en la fortaleza y la eternidad de Dios.