Hechos de los apóstoles 2, 14. 22-33; Sal 15, 1-2 y 5. 7-8. 9-10. 11; San Pedro 1, 17 – 21; San Lucas 24, 13-35

Estamos siendo testigos privilegiados de la historia. Una historia que nos implica personalmente, a ti y a mí, y que jamás podremos olvidar. No hay que ser muy listo para darse cuenta del aluvión de gracia tras gracia que Dios, tan generosamente, está prodigando estos días en todos los rincones de la tierra. San Pedro, en la lectura de los Hechos de los Apóstoles, nos dice hoy: “Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, exulta mi lengua, y mi carne descansa esperanzada”. Son palabras del primer Vicario de Cristo en la tierra. Y el que nos ha “pastoreado” cerca de veintisiete años, hasta el pasado sábado, en la víspera de la Divina Misericordia ahora,“desde la ventana de la Casa del Padre” (tal y como aseguraba el cardenal Ratzinger en su homilía del funeral del Papa), nos anima a tener alegre el corazón, porque su carne descansa, no ya en la esperanza, sino en la certeza de estar abrazado a Cristo en la Gloria.

Juan Pablo II, nuestro querido Padre en la tierra, pasó sus últimos días, como algún periodista decía, clavado en la Cruz. Pero sabemos que esa Cruz era de Resurrección, y los que pertenecen a Dios, una vez consumidos en el amor de Cristo, aquí en el mundo, no caen en un fatal destino desconocido, sino que son “aupados” a lo más alto para que el cielo y la tierra proclamen la bondad infinita de Dios. Este es el juego de lo divino, y del que muchas veces nos “escaqueamos” por pensar que es incierto o demasiado comprometedor. No podemos andarnos con “remilgos”. Lo que tú y yo hemos visto esta semana no es para echarlo en saco roto, sino para proclamarlo al mundo entero: “yo digo al Señor: Tú eres mi bien (…), mi suerte está en tu mano”.

“Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos”. Dicen que el Papa ha dejado el listón muy alto. Que va a ser muy difícil encontrar un sucesor a su altura. Pero tú y yo sabemos, que además de todas las virtudes humanas que jalonaban a Juan Pablo II, lo que le hacía verdaderamente “Grande”, era estar enamorado de Jesucristo. Ese es el testigo que debemos recoger del Santo Padre: enamorarnos de Cristo. Y ese mismo testigo recogerá el nuevo Sumo Pontífice, porque también será Vicario de Cristo. Si somos capaces de descubrir la ternura de Dios en nuestra vida, ninguna otra cosa nos hará más felices: “me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua”. Él nunca nos dejará solos… nosotros nunca le abandonaremos.

Nunca perdamos la memoria de la historia, la de aquí y ahora. “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Así relataban los discípulos de Emaús su encuentro con Jesús Resucitado, y así hicieron memoria de Aquel que les manifestó su gloria. No sólo son cosas que no se olvidan, sino que permanecen en el alma para que otros participen de la misma dicha. De la misma manera, hacemos memoria (y no sólo recuerdos) de estos años vividos junto con el Papa, pero no para ahora lamentarnos, sino para dar gracias a Dios y removernos con nuevos propósitos de fidelidad y entrega.

Decía el cardenal Ratzinger en su homilía del viernes, que “el limite del mal queda vencido con la misericordia de Dios”. Esa fue la experiencia de la Virgen, a quien tanto amaba Juan Pablo II. Cógete de la mano de María y vamos juntos a construir la historia de los hijos de Dios… Gracias Dios mío por el regalo de un Papa que te amó sin condiciones, y que seguro, ahora desde el Cielo, estará intercediendo por cada uno de nosotros.