Hechos de los apóstoles 7, 51-8, la ; Sal 30. 3cd-4. 6ab y 7b y 8a. 17 y 21 ab; san Juan 6, 30-35

Se ha escrito mucho de Juan Pablo II en vida. Se ha hablado de su ecumenismo, de sus planteamientos acerca de la justicia social, o de su lucha contra el comunismo. Estoy convencido, ahora que ha muerto, que saldrán a la luz otros escritos que nos hablen de la vida interior de este gran Papa, y de sus dos grandes amores: Jesús y su Madre la Virgen. Los años en la tierra de Juan Pablo II sólo se pueden entender desde esa dimensión espiritual que lo ha mantenido “despierto” ante cualquier sugerencia venida de Dios. Porque es la oración personal la única que nos puede revelar lo que el Señor espera de nosotros. Para ello, además de dedicar horas a la contemplación, es necesario hacerlo con un corazón enamorado de verdad. Lo que algunos son capaces de llevar a cabo por un ideal humano (incluso hasta dar la propia vida), Dios lo pone en nuestras manos, y con creces, si le amamos de veras, es decir, no por esperar una recompensa, sino que el amor lleva en sí el único sentido de una vida plena.

“Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios”. Este tipo de visiones no están reservadas a gente “iluminada”, o que caminan por el mundo a dos palmos del suelo. Por el mero hecho de ser hijos de Dios, tú y yo estamos llamados a contemplar su gloria en cada una de nuestras acciones, pensamientos o palabras. Es entonces cuando cualquier cristiano, por ser amante de Cristo, se convierte en conciencia de la humanidad. ¡Sí!, y no estamos exagerando en absoluto. Juan Pablo II no hubiera llevado a cabo nada de lo que ha hecho si no fuera por un solo motivo: Cumplir la voluntad de Dios.

Muchos se han preguntado por qué el Papa pidió, en nombre de la Iglesia, perdón por los pecados cometidos a lo largo de la historia. Los que con una visión simplista han pretendido, sin más, ver una humillación obligada, olvidan el trasfondo de esa actitud, y que San Esteban, el protomártir, nos dice en la lectura de hoy: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Fue la misma acción que realizó Cristo desde la Cruz; asumiendo los pecados de todos los hombres, pidió al Padre que no considerase ese último pecado infringido contra Él: “porque no saben lo que hacen”… También a esto se le denomina conciencia de la humanidad.

Dios es mucho más grande que todas nuestras limitaciones e imperfecciones juntas. Quiso Dios encarnarse por un único motivo: Habiendo hecho al hombre a su imagen y semejanza, no ha querido que se perdiera nada de lo que fue creado con vocación de eternidad. Por eso nos hizo libres. Descubrir el amor que Dios nos tiene, y corresponder libremente a esa llamada, es la manera de llevar a término el plan de Dios en el mundo… También a esto se le denomina conciencia de la humanidad.

Juan Pablo II dirigió unos ejercicios espirituales, cuando era entonces cardenal, a Pablo VI y a la curia romana. Después se publicaron bajo el título: “Signo de contradicción”. Así fue como a la Virgen le anunciaron la misión de Cristo en la tierra. Jesús no se ofreció ante sus contemporáneos con talante dialogador, tal y como lo entendemos hoy, sino con el fuego del amor que le quemaba por dentro, y con el que pretendía ardieran los corazones de todos los hombres. Lo consiguió con su muerte y resurrección, a pesar de ser condenado por blasfemo. También a Juan Pablo II se le ha acusado de muchas cosas, como “blasfemar” contra muchas de las ideologías que imperan en nuestros días. Tú y yo sabemos que ser signo de contradicción, sobre todo si se trata de alguien que ama con locura a Jesucristo, es también hablar de ser conciencia de la humanidad… Recuerda que las palabras se las lleva el viento, y que, tal y como decía San Juan de la Cruz (a quien tanto admiraba el Papa): “A la tarde de la vida te examinaran en el amor”… que es lo único que permanece.