Hechos de los apóstoles 9, 1-20; Sal 116, 1. 2 ; san Juan 6, 52-59

“«¿Quién eres, Señor?”. Se ha dicho que Juan Pablo II ha sido el gran guía espiritual de occidente. En una sociedad donde los valores brillan por su ausencia, o la indiferencia campa a sus anchas, encontrar a alguien que viva coherentemente su vida es un signo de que aún existen cuestiones esenciales y perennes, que afectan al comportamiento humano. Cuando Saulo, el futuro Apóstol de los gentiles, es derribado al suelo y una voz que le pregunta por qué persigue a los cristianos, no se rebela contra el mandato del Señor de cumplir su voluntad, sino que, obediente, acude con prontitud para encontrar la respuesta a tantos años de dispersión, dudas e incertidumbres. Es la misma actitud que deberíamos tener cada uno de nosotros. Rebelarse contra la verdad, por el mero hecho de sernos incómoda, no nos va a hacer más libres e independientes. Todo lo contrario. Por eso, el Papa ha resultado (aún hoy, después de muerto) una molestia para muchas conciencias. Hemos sido testigos de días en los que hay que dar muchas gracias a Dios, pero también es cierto que no podemos “dormirnos en los laureles”. Los triunfos siempre pertenecen a Dios, a nosotros lo que nos toca es seguir atentos a lo que el Señor, en cada momento, nos vaya sugiriendo. Y la mejor manera de ser coherentes es, precisamente, a ejemplo de Juan Pablo II, llevar a cabo nuestras obligaciones cotidianas con el mayor de los entusiasmos… como si el Señor nos dijera (también en el cansancio, en el desánimo, o en la tristeza), como a San Pablo: “¡Levántate!”.

“¡Levantaos, vamos!”, fue uno de los últimos libros del Santo Padre. Y resulta impresionante darnos cuenta de que, a pesar de su edad, el Papa nos seguía animando a sentirnos interpelados por el mismo Jesucristo, como si fuera el primer día de su pontificado. Todo ese ánimo es compatible con nuestros fracasos e, incluso, con nuestros pecados, porque la fuerza no nos viene de nuestra mera voluntad: es Jesús el que nos levanta de nuestra postración, el que con cariño, pero con firmeza, nos empuja a vivir valientemente nuestra vocación de cristianos. En su libro, Juan Pablo II, también relataba momentos de sufrimiento y errores, que podía haber cometido a lo largo de su vida. Pero no era óbice para “tirar la toalla”, sino que, entonces, nos confesaba que, con más fuerza, se abandonaba enteramente en los planes de Dios. Eso, además de coherencia, es santidad, porque uno ya no busca la paz en sus seguridades personales, sino que la verdadera paz interior la da Cristo… y no como nos la puede dar el mundo.

“El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Estos días estamos considerando en el Evangelio el discurso del “Pan de Vida” de Jesús. Es la mejor de las maneras de sentirnos interpelados por Él. Considerar que nuestra identificación con Cristo depende, en gran medida, de cómo consideramos ese alimento (su Cuerpo y su Sangre) para nuestro crecimiento interior, es vivir con la certeza de que ya no somos nosotros, sino que, a ejemplo de San Pablo, es Él quién vive y actúa a través de cada uno. ¡Cuánta paz podríamos alcanzar si viviéramos esta verdad coherentemente! Lo divino ya no sería un añadido a nuestras maneras y formas de comportarnos, sino que, como una verdadera sinfonía, seríamos instrumentos idóneos acompasados bajo la única batuta del querer de Dios. Volvamos, una vez más, nuestra mirada a la Virgen. Ella sí que era instrumento elegido por Dios para llevar a cabo la mayor de las manifestaciones: el Redentor, el Hijo de Dios, nuestro Salvador.