Génesis 11, 1-9; Sal 103, 1-2a. 24. 27-28. 29bc-30; an Pablo a los Romanos 8, 22-27; san Juan 7, 37-39

“San Pedro se puso en pie en medio de los hermanos”, y empieza a hacer referencia a la traición de Judas y, sobre todo, a que ya no está entre ellos quizá recordando también las circunstancias. “Era uno de nuestro grupo y compartía el mismo ministerio”, dice. Esto va a traer consigo que elijan a otro discípulo en sustitución del apóstol traidor. Este será Matías. Y aunque hoy es el día de la fiesta de San Matías, vamos a fijarnos, más que en el sustituto, en el sustituido.

Una vez más, el Evangelio no nos da el tono con que Pedro dice estas últimas palabras. Pienso que no es desatinar demasiado si imaginamos a Pedro con el rostro entristecido e incluso, conociéndole, cayéndole alguna lágrima en el momento de decir: “era uno de nuestro grupo y compartía el mismo ministerio”.

Digo esto porque no podemos olvidar que Pedro, junto con los otros apóstoles convivieron tres años con Judas. Como nosotros ya sabemos que Judas fue “el que le traicionó”, nos resulta muy fácil rechazarlo o no quererlo porque sabemos que “era el malo”. Pero no debió de pasarles eso a los otros apóstoles. Pensad, por ejemplo, que siempre que se muere un amigo, uno tiene un gran dolor y, más, si encima sabe que murió en aquellas circunstancias trágicas. No debemos juzgar a nadie. Quién sabe si antes de perder el conocimiento y morir por asfixia, Judas pidió perdón.

Es este un pensamiento no solo aplicable a Judas, sino a los seres que nos sean más cercanos por razón de familia o de amistad y pensamos que han tenido la desgracia de morir sin “las debidas disposiciones” en el alma.

Es cierto que cuando vemos que alguien hace algo mal, nosotros -los cristianos- no debemos mirar hacia otro lado o, menos aún, decir que está bien. No tomaremos ejemplo de las vidas de esas personas; pero inmediatamente después de rezar por ellas y pedirle al Espíritu Santo que les dé luces para que vean lo que está mal en sus vidas, debemos rezar por nosotros mismos, -“ruega por nosotros pecadores”-; pues ni somos, ni podemos pensar que somos, mejor que éste o que aquél; bien seguros de que si el Señor nos deja de su mano, seríamos capaces de hacer lo de Judas o cosas similares, como ha demostrado la historia de la humanidad, o la historia de nuestra propia vida personal, en algunos casos. De todo pedimos perdón al Señor y rogamos a nuestra Madre la Virgen, limpia de todo pecado, que ruegue por nosotros sobre todo “en la hora de nuestra muerte. Amén”.