Éxodo 34, 4b-6. 8-9; Dn 3, 52 – 56; San Pablo a los Corintios 13, 11-13; san Juan 3, 16-18

Todos sentimos cierto reparo en mostrar nuestra intimidad. Es lógico. Hay un pudor connatural, que nos acompaña siempre, y que ha de respetarse, pues cada ser humano tiene el derecho (y el deber) de protegerla. Para algunos, sin embargo, esto puede sonarles a “chino”, ya que van imponiéndose en nuestros ambientes otros “talantes” que muestran las vergüenzas del prójimo (físicas y morales) sin medida alguna … ¡y así nos va! Da la impresión de haber violado el carácter sagrado que hay en todo hombre, lo que, precisamente, le hace asemejarse a su Creador. Esa dignidad, cuando es violentada, queda ensombrecida o aniquilada en el fango de la indiferencia y del más puro relativismo. Decía el entonces cardenal Ratzinger, en la misa por la elección del nuevo Papa antes del Cónclave: “El relativismo, es decir, el dejarse llevar ‘zarandear por cualquier viento de doctrina’, parece ser la única actitud que está de moda. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas”.
“La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”. Hoy celebramos una gran fiesta en la Iglesia: la Santísima Trinidad. ¡Qué distinta es la pedagogía de Dios respecto al comportamiento del hombre! Mientras que éste, en un abrir y cerrar de ojos, puede echar por tierra su propia dignidad, Dios “ha necesitado” de miles de años para dar a conocer su intimidad. Si leemos con atención algunos libros del Antiguo Testamento, iremos descubriendo algunas pistas que nos hablan de lo más íntimo de Él. Así, al comienzo del Génesis, se nos presenta ese Espíritu (“Ruah”), que aleteaba sobre la creación, como dando su conformidad a lo que Dios había realizado. Posteriormente, tres personajes “extranjeros” se presentan ante Abraham para profetizarle que iba a tener descendencia… y así, una tras otra, las comparencias de Dios, dando a conocer quién es, van dejando unas huellas precisas, que culminan en la manifestación del Mesías, el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad.
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Siempre se nos ha dicho que el misterio trinitario de Dios (una sola esencia y tres personas) era de los más arduos y difíciles para la comprensión humana. Sin embargo, Jesucristo nos lo ha hecho mucho más fácil. Para ello, sólo ha empleado el lenguaje del amor. Tú y yo no somos otra cosa, sino el fruto del amor de Dios. Algo que, aparentemente, pudiera resultar tan sencillo como es hablar del amor, se convierte en un verdadero misterio (o más bien en escándalo o necedad) cuando vemos a ese Hijo de Dios clavado en una Cruz. Esa fue la entrega que hizo Dios Padre a todos los hombres, que aceptó voluntariamente el Hijo, y que propició la llegada del Espíritu Santo, Señor y dador de Vida, para nuestra santificación personal.

El encabezado del testamento de Juan Pablo II rezaba así: “En el nombre de la Santísima Trinidad. Amén”. Resulta significativo tal dedicación, de la misma manera que Dios quiso llevarse al Santo Padre en la víspera de la Divina Misericordia. Estos detalles son los que hacen asequible el misterio de Dios, porque son gestos llenos de amor. Y sólo los que son capaces de percibir esa intimidad divina en el interior de cada ser humano, podrán admirarse de lo que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo puede llevar a cabo en un alma en gracia. ¿No lo hizo con la Inmaculada Concepción, nuestra Madre bendita, la llena de gracia? Aprendamos de ella a decir “sí” a Dios, y pocas cosas (por no decir ninguna) nos harán falta entonces… Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo, Templo y Sagrario de la Santísima Trinidad.