Eclesiástico 51, 17-27; Sal 18, 8. 9. 10. 11; san Marcos 11, 27-33

No sé a qué se debe el nombrecito, aunque supongo que el primer caso conocido de tan peculiar patología debió cebarse en algún sueco… Sea como fuere, el caso es que el citado síndrome se reconoce por el modo en que un ser humano acaba identificándose con las posturas y puntos de vista de otro con quien a la fuerza convive. La Historia ha conocido casos de personas secuestradas quienes, tras un largo cautiverio, han acabado asumiendo las pretensiones de sus captores, porque un inconsciente mecanismo de defensa les llevaba a adoptar tales posturas como único medio de sobrevivir junto a los verdugos de su libertad.
Sin llegar a tales límites, a pequeña escala les sucede lo mismo a muchos hombres, a quienes el cariño les lleva a asumir, en bloque, los puntos de vista de sus seres amados. Podríamos hablar, para no magnificar las cosas, de un «minisíndrome de estocolmillo»: dando por sentado que, en esta tierra, todos somos pecadores, y dando también por sentado que, muchas veces, el amor es ciego, el cariño les lleva a muchos a abrazar, conjuntamente, pecador y pecado, sin hacer distinción de especie. Y, claro, una cosa es amar al pecador, tal y como nos enseña el Evangelio, y otra muy distinta es darle la razón.
«¿Titubean algunos? Tened compasión de ellos; a unos, salvadlos, arrancándolos del fuego; a otros, mostradles compasión, pero con cautela, aborreciendo hasta el vestido que esté manchado por la carne»… La sabiduría del Espíritu Santo nos alcanza hoy a través de la pluma de San Judas. En cierta ocasión yo mismo descubrí, a la hora de llevar a cabo la dirección espiritual de muchas almas, que si conversaba con ellos durante más de veinte minutos era incapaz de llevarles la contraria: acababa identificado con sus posturas en todo, pasándoles la mano por el lomo, y diciéndoles: «¡Pobrecito!»… Decidí entonces no recibir, como norma general, a nadie durante más de veinte minutos. Y tengo por caridad el poder decir a quienes se dirigen conmigo, si lo necesitan: «Hijo mío, cuánto te quiero… ¡Pero qué idiotez estás haciendo!». Así nos entendemos.
En el otro extremo encontramos la intolerancia de aquellos que desprecian a los pecadores a causa de sus culpas; la de quienes son incapaces de amar a un criminal o de abrazar a un mentiroso… Me pregunto si habrán pensado que también ellos buscarán, un día, el abrazo de Dios; me pregunto si no necesitarán, como yo necesito, acudir cada semana al confesonario cargados de pecados para obtener el beso de un Dios que ama a quien le traiciona. Yo no digo que sea fácil… ¡No lo es! Pero hemos de pedir al Espíritu Santo que nos haga capaces de abrazar a todo hombre -sea quien sea, aún cuando se tratase de un asesino-sin abrazar por ello sus pecados… Al fin y al cabo, ¿No estamos tú y yo bajo el abrazo de María, cuando somos los verdugos de su Hijo?