Tobías 1, 3; 2, Ib-8; Sal 111, 1-2. 3-4. 5-6; san Marcos 12, 1-1

Muchas veces he dudado si no haré las cosas buscando una recompensa terrena. Hasta las acciones más santas obtienen, en este mundo, su «compensación», y me he preguntado muchas veces si no será esa «compensación» lo que busco; si, mientras me digo a mí mismo que quiero ser santo, no me estaré engañando, y simplemente seré alguien que ha descubierto que se vive mejor rezando que sin rezar; que se experimenta mayor gozo orando que embriagándose, que hay más dicha terrena en lo espiritual que en lo material; que, aunque sea ardua, aporta más a la felicidad la virtud que el pecado… Me consta que no soy el único a quien le asaltan este tipo de dudas; los mismos pensamientos los he escuchado de labios de muchas personas… Como todos, yo también paso por momentos de tentación, y, cuando llega el momento de decir «no», me asalta la misma duda: «¿digo «no» a la ofensa a Jesucristo, o realmente digo «no» a los problemas terrenos que se derivan del pecado -muy necio hay que ser para desconocerlos-? ¿Me mueve el amor, o el sentido común?».
Éste es el motivo de que yo sienta reverencia por los libros de Tobías y Job. Tobías, como Job, fue un hombre justo cuyas acciones no obtenían recompensa alguna en este mundo. Cuando -como nos muestra la primera lectura de hoy-Tobías se privaba de comer para salir a la calle a recoger un cadáver y se privaba de dormir para enterrarlo piadosamente, lo único que con ello obtenía en este mundo era la burla y el desprecio de los suyos. Se reían de él, como se rieron de Jesús crucificado; se reían de él los mismos que, en la parábola que hoy nos muestra Jesús, fabricaban cadáveres que esperaban un Tobías… Pero, ya se sabe, los muertos no dan las gracias. Es más eficaz ponerse al lado de quien todo lo tiene, que abrazarse a quien todo lo ha perdido y hacerse uno con el Crucificado… Por eso, si Dios no existe, Tobías es un infeliz y su vida no tiene sentido.
Este rumbo tomaba mi oración, cuando me pregunté si los hombres, al mirarnos, podrían decir lo mismo de nosotros: «si Dios no existe, este hombre es un idiota; si existe, es un santo»… Si eso sucediera, si nuestra vida fuera inexplicable sin Dios, el nombre de Cristo sería anunciado como se merece. Cuando veo sonreír a padres con siete u ocho hijos, que pasan penalidades y se privan de todo por sacarlos adelante, y pienso que no tienen, por elección propia, un solo minuto ni una sola peseta libres, no tengo la menor duda de que sus vecinos saben que son cristianos… ¿Quién si no iba a meterse en un lío semejante con tan pocos medios? Y se me ocurre que, si fuera yo enteramente fiel a mi sacerdocio, los hombres dirían: «Mirad como sonríe Don Fernando; o es un santo, o es tonto perdido…» Y le pido a la Virgen María que semejante expresión saliera de los labios de los hombres ante cada uno de nosotros. Porque temo que, a veces, quienes saben que somos cristianos puedan pensar: «a éste, aunque al final su Dios le falle, tampoco le ha ido tan mal…»