Deuteronomio 7, 6-11; Sal- 102, 1-2. 3-4. 6-7. 8 y 10; san Juan 4, 7-16; san Mateo 11, 25-30

Tomadlo como algo personal, pero nunca me han gustado las imágenes que muestran a Jesús con el Corazón fuera del pecho. El corazón está bien donde Dios lo puso: dentro de su caja torácica, guardado como un tesoro en su caja de caudales. A la vez, no me canso de contemplar la imagen recia del Crucificado con el Costado abierto, donde el Corazón se derrama sin abandonar su abrigo.
Esa llaga es la respuesta a un «Jesús, ¿Tú me quieres?» que llevo años preguntando de rodillas. «Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió, no fue por ser vosotros más numerosos que los demás, pues sois el pueblo más pequeño, sino que, por puro amor vuestro…» Como su Cuerpo en la Eucaristía, su Amor por mí está en esa llaga escondido y manifestado a la vez. Escondido, porque pocas veces lo siento. Si tuviera que fiarme de mis sentimientos, la soledad me aterraría… Pero hace tiempo que dejé de fiarme de ellos. También ese Jesús abierto está plagado de soledad. Al mismo tiempo, la llaga que a Jesús y a mí nos duele es la manifestación de Amor más sobrecogedora que jamás he recibido. Desde que la conocí, nunca he dudado del Amor que Cristo siente por mí.
Esa llaga me ha hecho sentirme muy pequeño. Mientras me estremezco al ver y oír los borbotones de Sangre, descubro la insignificancia del corazón de una criatura. Se me llenan los labios, se me empañan los ojos diciendo «Jesús, te quiero», y mi «te quiero» es nada, apenas un átomo de amor que sale al encuentro del Cosmos, mientras el Cosmos, enamorado de mí, ha estallado y ya se lanza enloquecido por la ventana del Costado esperando que mis pobres manos lo recojan… ¡Insensato Jesús! ¿Quién soy yo? «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó».
Esa llaga me ha hecho descansar. Me fatigué buscando cariño, y todo me parecía poco. «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados»… Me arrodillé ante el Crucifijo y lancé mi pregunta: «Jesús, ¿Tú me quieres?». Reciamente, dolorosamente me respondió la llaga. Entonces me abracé a mi hambre y descansé. «…Y yo os aliviaré». Cuando la Sangre tocó mi corazón cansado, comencé a comprender: «soy manso y humilde de corazón». Aún estoy empezando, y apenas sé nada, pero he entendido que ese Corazón se recuesta en la Cruz como el esposo en el tálamo, y descansa en Amor mientras el Cuerpo muere. Y yo, que no sé explicarme, he sido invitado a reposar allí de mis fatigas abrigado por la espesura de una noche muy cerrada… Bastaba decir «sí», y recostar la cabeza sobre la llaga. Esa llaga es la almohada que cubre la aspereza de la Cruz, y permite el milagro de quedar allí dormido mientras la mano de Jesús recorre tus cabellos para que no despiertes. Entonces dices «estoy bien», y sabes que es cierto porque duermes, aunque la sábana que te cubre y el Lecho que te sostiene sean tristeza… Disparato. Y, como disparato, termino, resumo, y repito. Todo era tan sencillo como auparse hasta los labios de María y decir «Fiat».