Jeremías 20, 10-13; Sal 68, 8-10. 14 y 17. 33-35; san Pablo a los Romanos 5, 12-15; san Mateo 10, 26-33

Hay, a veces, en el Evangelio pasajes más oscuros, o de difícil interpretación. Nuestra madre la Iglesia en estos casos, como madre que tiene el favor de Dios para desentrañar las Escrituras acude en nuestra ayuda y nos aclara aquellos puntos algo oscuros, que escaparse a nuestra mente.

El misterio de la Encarnación, cuando el Señor nos habla de la Santísima Trinidad y algún aspecto más, pueden quedar en cierto modo velados, pero en general todo resulta sencillo. Todo se entiende si hay fe. Aunque en esto de la fe quizá conviene recordar dos aspectos: el primero y principal que la fe es un don de Dios y, por tanto, cabe la actitud por nuestra parte de agradecimiento si la tenemos, y de petición si notamos que nos falta; pero en segundo lugar, hay también que recordar que, junto al don, la fe es una virtud y que, como todas las virtudes, pueden crecer o disminuir según nosotros realicemos actos que vayan consolidando esta virtud o que, por el contrario, si no realizamos actos encaminados al crecimiento de la virtud, aquella vaya menguando e incluso desaparezca. Esto sucede en todas las virtudes y, por tanto también en la virtud de la fe.

No es cierto del todo esa expresión que en ocasiones utilizamos: “ha perdido la fe”. Como si la fe de pronto al levantarse por la mañana uno no acabara de encontrarla: “no sé donde dejé la fe”. Dicho de modo más positivo: la fe es aquel don y virtud que, precisamente por esa repetición de actos de fe, nos va llevando a tener “cada vez más fe”, de modo que uno, poco a poco, va entendiendo mejor las cosas de Dios; va dándose cuenta de la conveniencia de ir abandonándose cada vez más en manos de Dios; empieza a comprender que aquello que “nunca” entendió y algo que ya hacía mucho tiempo que había sucedido, de pronto, una tarde, empieza a percibir que sí: ahora, lo capta en toda su dimensión, y ve que aquel acontecimiento le ha servido mucho para su madurez humana, para su humildad, para su comprensión ante las penas o alegrías de los demás.

Tan importante es acrecentar la fe que debe de haber un momento que vivamos de fe. Fijaros que no hemos dicho un momento en que “no perdamos la fe”, sino “vivir” de fe. La fe es el alimento, la vida del alma, lo que da fortaleza, seguridad, entereza, alegría, sentido a la vida, ganas de vivir hasta el encuentro con nuestro Padre Dios.

Todo esto viene a propósito de una frase que nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa de hoy: “no tengáis miedo a los hombres” y, un poquito más adelante, insiste de modo parecido: “no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”.

No se me ocurría otro modo que fundamentara mejor el “no-miedo”, es decir, la seguridad, la entereza, la alegría, el vivir sonriendo a la vida y el no tener miedo a nada ni a nadie, que la fe.

Pienso que esa debería de ser la fortaleza de los primeros cristianos que eran conducidos al martirio. Bueno, de los primeros cristianos y de los segundos cristianos y de los terceros y de los cristianos del siglo XXI, que es en el que estamos: la seguridad me la da Dios que es mi Padre y sé que aunque me faltaran cosas de la tierra, “el que crea en mí (fe) vivirá para siempre (felicidad eterna junto a Dios)”.