Génesis 16, 6b-12. 15-16; Sal 105, 1-2. 3-4a. 4b-5; san Mateo 7, 21-29

Actualmente se escuchan expresiones que no distan mucho de las que se han dicho siempre, por ejemplo: “Dios es infinitamente bueno”; o también “Dios es amor y ama a todos los hombres”; o esta tercera: “Dios que lo sabe todo, conoce y comprende mis debilidades”; y finalmente, una expresión que sería la suma de las anteriores: “Dios es mi Padre y me quiere tanto que perdona todas mis culpas”

Todas estas expresiones no sólo son verdaderas, sino que llenan el corazón de todos los hombres en general y de los cristianos en particular. Él es nuestra esperanza y salvación; en su Misericordia esperamos que sea Juez y sobre todo Padre en el momento de juicio final.

Pero, las palabras y expresiones que estamos diciendo no son frases lanzadas, sin más, al viento o que salen de una cinta magnetofónica. Salen de un corazón humano, de una persona concreta con nombres y apellidos: salen de alguien como tú o como yo. Y esto hace que las mismas afirmaciones cobren matices y relieves distintos. Así, si por ejemplo esas exclamaciones pueden salir, pongamos por caso, de una mujer enclaustrada en un convento, con una vida larga de entrega al Señor, con muchos ratos de oración delante del Santísimo, incluso, a veces, expuesto -como hacen tantas hermanas nuestras en sus capillas- en la custodia; o salen del corazón de una madre con hijos que cuida y vela por su salud física y espiritual, va a trabajar a una clínica para poder, además prestar un servicio a la sociedad, y además, esta madre procura ir a Misa diariamente, y hacer algunos ratos de oración, etc. Esas frases, son afirmaciones que tienen unos matices y un significado lleno de verdad y consonantes con el espíritu del Evangelio y están dichas en el contexto en el que deben de decirse. Para esas mujeres que estamos poniendo de ejemplo, pueden en verdad apoyar su vida en Dios-Amor, en Dios-Padre, y Dios será para ellas cuando se pongan en su presencia, verdaderamente un Padre que las estará esperando para darles una vida eterna llena de felicidad con el premio más grande jamás soñado como es el ver a Dios cara a cara.

Pero si la invocación a Dios como Padre se hace por alguien, pongamos por caso, sumido en el pecado, que ha hecho “de su vientre su Dios”, y que pone el egoísmo como el estandarte de su vida; que critica y maltrata a personas que no piensan como él en lo político, o en lo religioso o en lo deportivo, que no sabe lo que es la mortificación en el comer o en el beber, etc., pero, luego, no para de decir -cuando es amonestado por un sacerdote por ejemplo o por personas buenas- que él no piensa cambiar porque Dios es Amor y, por tanto comprenderá seguro todas sus veleidades y debilidades, porque es comprensivo y misericordioso; entonces, esos pensamientos tienen otro matiz, otros perfiles, pues a diferencia de aquellas mujeres, estas palabras son dichas por un hombre que no quiere cambiar su mala vida y, afirma, sin fundamento alguno que como Dios es tan bueno, también irá al Cielo

Es verdad que si esa persona, al menos a la noche, en el momento de acostarse tiene esos nobles sentimientos, si de verdad está arrepentido y, al levantarse, acude a la reconciliación con Dios, va a pedir perdón al sacerdote en el sacramento que el mismo Cristo instituyó, para ese hombre Dios también es Amor y son verdaderas todas aquellas palabras aplicadas a su corazón por muy grandes que hayan sido sus pecados. Y esto, sin extendernos más, queda probado en la vida del llamado “buen ladrón”, que aunque quizá podría ser su vida como la del hombre del ejemplo que antes hemos imaginado, si acude a Dios “con vedad” en su corazón, con dolor y arrepentimiento, será semejante al corazón de aquella monjita que también poníamos de ejemplo más arriba, o de aquella madre buena, porque Dios ha venido al mundo “para que se salven todos los hombres”.

Por eso, hemos de examinar nuestro corazón, descubrir si hay “verdad” en nuestras palabras cuando nos dirigimos a Dios compungidos y contritos, buscando su amor y su misericordia, si hay, verdaderamente en nuestro corazón deseos de mejorar, de amar más a Dios. Sabiendo que lo primero para comprobar la sinceridad del corazón es que “quien me ama cumple mis mandamientos” porque, como dice el Evangelio de la Misa de hoy, “no todo el que dice Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo”