Génesis 18, 1-15; Le 1, 46-47. 48-49. 50 y 53. 54-55; san Mateo 8, 5-17

Este de hoy es un acontecimiento de la vida del Señor en el que su interlocutor, un centurión de Cafarnaún, del que , a pesar de que no sepamos su nombre, sí que nos ha llegado sus delicadezas y que debería de ser un hombre con vida interior, es decir, con amor a Dios.

“Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho”. Se ha hecho notar que esto que ahora nos puede parecer normal, es sin embargo muy de resaltar por su carácter extraordinario e insólito: si nos atenemos a la época en que se desarrollan los hechos, los esclavos eran meras cosas (se compraban o vendían como si fueran animales o simples utensilios de trabajo). El concepto de “criado” que aquí emplea el centurión ya indicaría una delicadeza pues no le está llamando esclavo y, además, queda claro que se está preocupando por la salud de este hombre: ¡que un centurión se preocupe por la salud de un criado!

El Señor, naturalmente, se debió dar cuenta en seguida de que se trataba de un hombre bueno. Además, es una enseñanza constante del Maestro en el Evangelio: Jesús, cuando ve cariño, caridad, amor al prójimo, que se ayuda a los necesitados, o aspectos similares, se le deshace el corazón. En seguida acude, solicito, atraído como por una fuerza imantada. Así sucede aquí: “voy a curarlo”, dice inmediatamente.

Y viene a continuación la escena que nos conmueve tanto o más que el propio milagro del Señor, porque Dios ha querido que estas palabras que a continuación dice el centurión al Señor hayan pasado a constituir como una joya engarzada en la Misa, concretamente justo poco antes de ir a recibir la Sagrada Forma: “Señor, no soy quién para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le dijo a uno: «Ve» y va; al otro: «Ven», y viene; a mi criado: «Haz esto», y lo hace”.

Como bien sabemos, la respuesta que dan los fieles en la Misa cuando el sacerdote muestra la Sagrada Forma, y dice: “este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, dichosos los llamados a la cena del Señor”, es una respuesta que sintetiza aquellas palabras del centurión: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarla”.

“Al oírlo, Jesús quedó admirado”. Era todo un acto de fe. El centurión con su respuesta le está diciendo que él cree que es Dios, que el milagro no se hace porque “toques” o “pongas barro” o “digas unas palabras mágicas”. No. Desde aquí mismo, porque tú eres Dios, no hace falta ni siquiera que vengas, que te acerques. Por eso “Jesús quedó admirado”, y, como decimos quedó admirado por la fe que vio en este hombre. De ahí que “dijo a los que le seguían: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe”. Podríamos añadir y “humildad” porque además de creer que el milagro pude hacerlo cuando y donde quiera, está diciendo que “no es digno de que entre en su casa”, que su casa no es digna de albergar al Rey del universo.

Este hecho nos enseña, pues, el camino por el que podemos llegar al corazón del Señor: por la fe, por la humildad, por el amor. No lo olvidemos. Si actuamos así, también “Jesús quedará admirado” de nosotros. Y la admiración, producirá el milagro de “sanar nuestra alma” de sus dolencias y enfermedades.