Reyes 4, 8-11. 14-16a; Sal 88, 2-3. 16-17. 18-19; san Pablo a los Romanos 6, 3-4. 8-11; san Mateo 10, 37-42

Las palabras con las que se inicia en este domingo trece del tiempo ordinario el Evangelio son muy sorprendentes e, inicialmente duras: “el que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí”.

Son muy duras porque, las personas que cita el Señor que no deben de anteponerse a Él, no son los amigos, o el trabajo, o el deporte o la diversión, sino el padre, la madre o los hijos.

Jesucristo no dice “lo políticamente correcto”. Él tiene que decir siempre la verdad. Todo el Evangelio es Palabra de Dios y, por tanto es “el Camino, la Verdad y la Vida”; y el Señor ni puede desviarnos del camino, ni mentirnos, ni apartarnos de lo que da la Vida.

Y la verdad es esta: que toda paternidad en la tierra ha sido dada por Dios, luego debemos amar aún más al que ha dado el poder de engendrar y de amar en la tierra; y ese es nuestro Padre Dios.

Una primera observación: si esto dice el Señor, si hemos de quererle más a Él que lo que constituye ciertamente nuestros amores más grandes en la tierra -padres, hijos-, lo que queda claro es, por tanto, que no debe de haber nada en la tierra que se anteponga en la escala del amor, a Dios. Ni el trabajo, ni la diversión, ni la ambición, ni el dinero, ni la salud, ni, mucho menos, las cosas que son pecado.

Lo segundo que quizá podemos hacernos es esta pregunta: si a los padres, a la esposa o al esposo, a los hijos, se les quiere tanto, con tanta fuerza, tanto que se estaría dispuesto a dar la vida “por sus seres queridos”, o como explicaba el otro día Benedicto XVI, tanto se quiere a un hijo que una madre le dice a su pequeño “te comería”; si esto es así, ¿cómo debe de ser de grande nuestro amor a Dios? Él nos está diciendo que debemos de quererle más que “al padre, a la madre, al hijo”, ¿tenemos la impresión de que nuestro amor a Dios es así? Mejor dicho ¿es más grande aún que ese amor familiar? ¿me lo comería?; o como le dice un enamorado a su amor, ¿eres mi rey, mi vida, eres mi todo?

Ciertamente el modo de medir el amor es difícil. Es difícil pero hay siempre una medida que fácilmente nos sirve para medir hasta dónde llega el hombre en el amor a Dios. Por ejemplo: ¿estoy pronto en las cosas que a Él se refieren, en el ofrecimiento de obras? ¿acudo o no a la Eucaristía (y más en este año en el que estamos, un año especialmente dedicado a Cristo en el sagrario)? ¿hablo con Él, esto es, dedico tiempo a la oración? ¿el trabajo es realizado en su presencia? cuando me doy cuenta que le he ofendido ¿el arrepentimiento de mis pecados, es con prontitud? ¿como acudo a la reconciliación…?

Y una medida de nuestro amor a Dios es siempre nuestro comportamiento precisamente con nuestros padres, con nuestros hijos, con los que constituyen el parentesco familiar. Por eso esta advertencia que nos hacía el Señor de quererle a Él más que a la familia, se complementa perfectamente, pues no podemos olvidar que, justo después de los tres primeros mandamientos de la Ley de Dios, referidos a nuestra adoración a quien es el Creador de cielos y tierra, el inmediatamente siguiente, el cuarto mandamiento, es el amor a los padres y a quienes por razón de sangre, están más cerca de nosotros.

Por tanto, no son incompatibles, ni significan aquellas palabras iniciales un desdén o menosprecio a padres o hijos, sino más bien, un baremo, un nivel que nos indica que debe de ser tan alto el amor a Dios, que “no se le ocurre otro ejemplo mejor” al Señor para que nos percatemos cuánto y cómo debemos quererle a El.