Génesis 18, 16-33; Sal 102, 1-2. 3-4. 8-9. 10-11; san Mateo 8, 18-22

Vio “Jesús que le rodeaba mucha gente”. Así nos introduce el Evangelio de la Misa de hoy para hacernos ver que todos nosotros somos atraídos por Dios. Buscamos a Dios, queremos verle. Por eso atraen los santos, por eso atrae la Iglesia, porque son como faroles encendidos en medio del mundo para mostrar la luz de Dios. Ahí está Dios, en la vida de esos santos, en la vida de la Iglesia.

Sin embargo, cuando las personas que deberían de ser santas no lo son, o no dejan traslucir la santidad de la Iglesia y hace que la luminosidad se vuelva oscuridad, pueden llevar a que muchas personas que deberían sentirse atraídos, se alejen.

La Iglesia, nunca puede dejar de ser santa porque es Cristo quien la instituye, es su esposa, está asistida por el Espíritu Santo en cuanto a su fe y a su moral. La Iglesia tiene bajo su custodia un maravilloso tesoro: el depósito de la fe, algo verdaderamente santo. El aval, la garantía de ello, nos lo ha dado el propio Cristo: “yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”.

Unos fieles laicos que hayan sido siempre muy de “ir a la iglesia” o un sacerdote por ejemplo, que de algún modo todos los hombres ven como puesto ahí también como ejemplo para todos, personas que llamamos “de iglesia”, puedan provocar escándalo: deberían de dar ejemplo de virtudes, de comportamiento cristiano, de piedad, de generosidad con su tiempo, con su dinero; con una vida moralmente irreprochable y, por el contrario, en un momento determinado, no lo hacen, causan con ello, ciertamente, un escándalo: debiendo de ser luz, fueron tinieblas. Esto puede pasar. Pero no podemos confundir la parte por el todo, estos no son la Iglesia, son personas que, perteneciendo a la Iglesia, no obran como lo que son, hijos de Dios.

No distinguir esto es, una, de las causas, quizá de las más dolorosas, por lo que algunos se apartan de Dios.

Este dolor ya lo tuvo con toda su crudeza el Señor: “aquel que escandalice a otro, más le valiera que le ataran una piedra de molino al cuello y le arrojaran al fondo del mar”.

Aunque, quizá hay que advertir en este momento, para no ser ingenuos, que, en ocasiones, los medios de comunicación contrarios a la religión, ateos o simplemente con prejuicios anti-cristianos, se encargan de tergiversar hechos, dando como verdaderos los que son falsos o, en otras ocasiones, los exageran o los amplifican. En este segundo caso, los hechos son verdaderos, pero hace mucho daño que hechos que no deberían de ser divulgados, pues se está atentando contra la fama, al hacerlo, se hace daño a almas más pusilánimes o almas sencillas, que tienen derecho a no ser agredidas con escándalos horrorosos.

Todas estas cosas contribuyen a que muchas gentes no se acerquen, “no rodeen” a Jesús. A Él sí que le rodearían, porque es la pureza, la bondad, la belleza, la ternura, el amor y Dios a todos atrae. Pero hemos desdibujado el rostro de Cristo. Y cuando en “Él no hay belleza ni hermosura alguna”, entonces la gente aparta la cara y la dirige hacia lugares donde no está Cristo, busca fuera de la Iglesia, de sus sacramentos, fuera de la fe, lo que le parece es Cristo. Pero ahí no está la Él: Él está en su Iglesia, en su fe en su moral, ahí está la felicidad. Estaba donde la dejaron, y, por culpa de “los hombres de iglesia escandalizadores” sacerdotes o laicos, hemos alejado del seno de la Esposa de Cristo a quienes el Señor les está aguardando y por los que también entregó su vida en la cruz: “tengo otras ovejas que no están en el redil”

La conclusión quizá podría ser que los que queremos vivir de fe, los que sabemos donde se encuentra la verdad, que no es en otro sitio que en Cristo y en su Iglesia, tenemos la responsabilidad de ser más ejemplares con nuestro modo de vivir la fe, con nuestro modo de comportarnos, con nuestro modo de amar a los hermanos como Cristo les amó.