Génesis 46, 1-7. 28-30; Sal 36, 3-4. 18-19. 27-28. 39-40; san Mateo 10, 16-23

Un buen amigo mío está a unos kilómetros de Londres, perfeccionando su inglés. Afortunadamente no se encontraba en la ciudad, aunque sin duda comenzaremos hoy nuestra oración con una plegaria por las víctimas mortales, los heridos y los familiares de la barbaridad terrorista. Estos días pasados mi amigo tenía que usar el correo electrónico, usando el ordenador a través del móvil. Le llegaba todo tipo de correo, excepto el que quería leer. Intentó que le pusiesen un discriminador. No sé muy bien qué es eso, pero me imagino que será una especie de filtro que acepta o rechaza el correo desde el servidor para no tener que descargarse un montón de “megas.” Lo cierto es que lo que ha conseguido es casi arruinarse con la tarifa telefónica y el discriminador no discrimina nada.
“Mirad que os mando como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. Pero no os fiéis de la gente, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles.” Me suena extraña esa traducción: “no os fiéis de la gente,” parece que nuestro Señor nos pide que seamos desconfiados, que “sospechemos” de los demás. Otras traducciones dicen: “Guardaos, pues, de los hombres,” me parece más acertada. Después de ese “guardarse de los hombres,” el Señor nos pide que demos testimonio “ante gobernadores y reyes.” Es decir, ni los enemigos de Dios ni los perseguidores de la Iglesia pueden verse privados de nuestro testimonio de cristianos. Los que hemos recibido la fe en Cristo somos justamente lo contrario del discriminador de mi amigo (aunque no le funcione). Me duele, pero a la vez me hace sonreír por dentro, cuando escucho que en la Iglesia hay grupos que están discriminados. ¿Qué se piensan que es la Iglesia?. En la Iglesia no es más importante el testimonio de un Papa, de un Obispo, de un sacerdote o de una madre de familia. Cuando nos presentemos ante Dios no vamos a enseñarle un fajín o un alzacuellos, sino nuestro testimonio de Cristo. El que vive en Cristo no discrimina a nadie, sea el otro un santo o un pecador, un hombre virtuoso o un depravado, sea de la raza y nivel cultural que sea, puede recibir el testimonio de Cristo, el Espíritu Santo puede concederle el don de la fe. Y como sabemos que dar testimonio de nuestra fe es el mejor servicio que podemos hacer a los hombres no tememos que nos “odien” e incluso -como veremos mañana-, nos quiten la vida.
“Al verlo, se le echó al cuello y lloró abrazado a él. Israel dijo a José: Ahora puedo morir, después de haberte visto en persona, que estás vivo.” En estas palabras nos resuena, a los que rezamos la Liturgia de la Horas, el himno de Simeón que rezamos al final del día: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador.” Si tanta fue la alegría de Israel al ver a su hijo José, al que creía muerto, ¿cuál no será nuestra alegría al encontrarnos con Cristo y darnos cuenta de que somos nosotros los que vivimos?.
Los violentos son los que discriminan, los que imponen sus motivos por la fuerza, los que no tienen en consideración a los que no piensen como ellos y no dudan en quitarles la vida, en vez de ofrecerles la Vida. Nosotros tenemos que ser sencillos y sagaces. Sencillos para saber que lo que ofrecemos no es nuestro, es el Señor el que cambia los corazones, y sagaces para descubrir la “puerta,” el momento, en que podemos presentar la fe en Jesucristo.
María, madre nuestra y madre de todos los hombres, concédenos el don de la paz y que nosotros seamos testigos de tu hijo, príncipe de la paz.