Génesis 49, 29-32; 50, 15-26a; Sal 104, 1-2. 3-4. 6-7 ; san Mateo 10, 24-33

Se me acumula la ropa para la plancha. Con este calor no es una de mis aficiones favoritas. Normalmente le llevo la ropa a mi madre y me la devuelva limpia y planchada y con las rayas en su sitio, que a mí me salen rayas misteriosas imposibles de planchar). Como mis padres no son de la generación de Internet no hay problema en que lean este comentario, así que puedo presumir de ellos. Ahora mis padres están de vacaciones. La verdad es que podríamos decir que están fuera de Madrid, pero vacaciones no lo llamaría yo. Este mes acompañan a unos tíos míos. Él tiene alzehimer y ya no habla y casi no se mueve, mi padre se encarga de él. Mi tía, que también es santa, puede dedicarse a pasear con mi madre, hablar de distintos temas, con tranquilidad y descansar algo más. Durante años mis padres se han dedicado a sus siete hijos, luego a sus madres y ahora cuidan de sus hermanas mayores y sus maridos. No recuerdo que estuviesen en estos últimos veinte años de vacaciones para ponerse moreno el ombligo. Pero ese testimonio siembran, y espero que recojan con abundancia: van perdiendo su vida por los demás y el Señor hará que la ganen.
En las lecturas de hoy Jacob prepara su muerte. La muerte puede parecer para muchos algo horrible. Cuánta gente se queja de Dios al encargar un funeral por sus seres queridos y tacha a Dios de malo, injusto y cruel. E incluso algunos se atreven a decidir quién debe y no debe morir: “Siempre se lleva a los buenos, cuando hay terroristas, delincuentes, drogadictos …,” cuando llegan aquí suelen seguir “desbarrando” y citan al noventa por ciento de las clases sociales, así no se salva nadie. Lo cierto es que los terroristas, delincuentes y todos nos moriremos, ninguno nos quedaremos aquí. La muerte del cuerpo es tan natural como el nacimiento, pero si nacemos sin nada –excepto el amor de Dios y de nuestros padres-, nos solemos ir de este mundo con el regalo de nuestra vida, que tendremos que presentar ante el Señor. El que quiera guardar su vida sabe que acomete una misión imposible. La vida no hay que intentar conservarla, sino gastarla. “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Cuando leo esta frase me acuerdo de los matrimonios jóvenes que no quieren tener hijos “de momento” pues no quieren perder su vida; a los que “aparcan” a sus mayores para no perder el tiempo cuidándolos. Por supuesto me acuerdo de los que les han quitado la vida física violentamente, y de los que viven con miedo a que los maten. Me acuerdo, y me dan lástima, de los que temen perder su fama, su dinero, sus amistades más que la vida física. Pues no saben por qué ni para quién viven. Cuando miramos la cruz nos damos cuenta de que la vida se puede dar, se puede gastar, pues “no pueden matar el alma.” “Por eso no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones”.
Vivir sin miedo. Si aprendiésemos de verdad a vivir sin miedo el mundo sería muy distinto. La cruz, por muy artística que sea, da miedo. Pero da miedo pues en ella están crucificados todos nuestros miedos: el rechazo a Dios y el desprecio a los hombres. Eso es lo único que debería darnos miedo, matar nuestra alma. Nadie puede matar nuestra alma, sólo nosotros podemos “suicidar” nuestra alma, perder nuestra vida, negar a Jesús ante los hombres e incluso ante nosotros mismos.
No me da el tiempo para más, tengo que ir a trabajar. Ponte delante del Sagrario, delante de la cruz, con María a su pie, firme, y pregúntale al Señor: ¿A qué debo tener miedo?. Seguro que la respuesta es bien clara: Sólo a lo que te aparte de mí. ¿mis padres están perdiendo su vida? Creo que están haciendo una buena inversión.