Éxodo 3, 1-6. 9-12; Sal 102, 1-2. 3-4. 6-7; san Mateo 11, 25-27

Entre la sequía, el calor y el calentamiento global ese, esperemos que no se produzcan muchos incendios. Alguna vez he tenido la ocasión de presenciar algún incendio, y constatar sus efectos devastadores. Un incendio calcina todo lo que toca, lo deja reducido a cenizas y muestra un paisaje desolado. La naturaleza suele salir adelante, cual ave Fénix resurge de sus cenizas y comienzan a surgir brotes verdes entre las cenizas al poco tiempo. Las obras humanas no suelen regenerarse, si no que se lo pregunten al Windsor: sólo sirven para aumentar los vertederos. A veces los hombres, en nuestra soberbia, nos creemos creadores, pero sólo somos estupendos manipuladores y transformadores.
“Voy a acercarme a ver este espectáculo admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza.” ¡Ojalá fuesen así los incendios!, quedaría el monte precioso por las noches y verde esplendoroso de día. El Señor habla a Moisés desde la zarza que no se consume y le envía a liberar a su pueblo. El que se creía desterrado, el que añoraría las comodidades del palacio del Faraón, el que se pensaba que su vida había sido un fracaso, de cortesano a pastor: es elegido por Dios para liberar a su pueblo. Estas son las maravillas de la mente de Dios, nunca piensa como nosotros.
Los hombres también sufrimos nuestros “incendios.” Hay mucha gente muy “quemada.” Ese fuego interior también puede ser un fuego devastador, que reduce la vida a cenizas; o puede ser un fuego que arda sin consumir, que dé luz y calor, pero no destroza ni convierte todo en rescoldos.
En tiempos en los que se quiere quitar a Dios de en medio, me encuentro con personas muy quemadas con ese fuego creado por los hombres, que sólo conduce a la desolación. Matrimonios que, después de muchos o de pocos años, no se aguantan; padres que desesperan con sus hijos, e hijos que desprecian a los padres; trabajadores hartos de su trabajo y jóvenes incapaces de descansar sanamente, sin meterse ningún producto que les haga alucinar. En definitiva, personas que están hasta las narices de sí mismos, de la sociedad que les agobia y de un futuro que ven negro como un monte después de un incendio. Tal vez a alguien le guste esta “quemazón,” que lleva a vivir triste, desconfiando de sí mismo y de los demás, sin grandes horizontes, pero no creo que sea la situación ideal del hombre, aunque muchos lo compartan.
Puede haber otro tipo de fuego en el interior del hombre. El que arde sin consumirse, que ilumina y calienta pero no abrasa. Ese es el fuego que procede del Espíritu Santo, que Dios pone en nuestra alma y en nuestro corazón. Es el que desea que todo su ser, y todas las criaturas, participen de la luz de Dios. Es un fuego que purifica lo que nos aparta del amor a Dios y a los demás, pero hace crecer de manera incomparable la esperanza. Es un fuego que avanza inexorable y no conoce obstáculos. Nuestro pecado, o el pecado de la sociedad, no lo apaga. Purifica nuestra vida y sana la vida de nuestro entorno. A pesar de nuestras dudas y vacilaciones (“¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto?”), nos hace entender que es Dios quién dirige ese fuego y, de lo que parecía viejo y casi sin vida, hace resurgir verdes brotes de esperanza y de salvación. Ese fuego del Espíritu Santo ilumina nuestra existencia, nos abre a la eternidad, nos convierte en apóstoles.
En estos días, tal vez más tranquilos, trata a Jesucristo, Él te mostrará la bondad de Dios: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.” Agradécele todo lo que te ha dado en tu vida y Él transformará el fuego malo, que sólo destroza la vida, en fuego del Espíritu que nos hace realmente hombres.
El inmaculado corazón de María es como esa zarza que arde sin consumirse. Asómate a su corazón y descubrirás las maravillas, impensadas en tu mente, que Dios te tiene reservadas.